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Tecnociencia y consiliencia como una agenda para la filosofía de la técnica

Techno-science and consilience as an agenda for the philosophy of technology

http://orcid.org/0000-0002-1526-5058 José Luis Guzón Nestar *
Universidad Complutense de Madrid, España

Tecnociencia y consiliencia como una agenda para la filosofía de la técnica

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 28, 2020

Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 21 Julio 2019

Revisado: 20 Septiembre 2019

Aprobación: 15 Noviembre 2019

Publicación: 15 Enero 2020

Resumen: El artículo afronta un tema novedoso que ha tenido recientemente tratamientos muy diversos. Algunos de sus objetivos podrían ser los siguientes: pretende señalar algunos caminos realizados en el diálogo entre ciencia y técnica a lo largo de las últimas décadas y describir sucintamente los hitos que han conducido desde la ciencia clásica (newtoniana) a la tecnociencia actual. En el fondo, ofrecer también unas pinceladas sobre la nueva filosofía de la técnica, que se construye apartando viejos prejuicios humanistas, que cuenta con el desarrollo teórico de la consiliencia y que no quiere estar dirigida ni principalmente ni exclusivamente hacia la ingeniería. En definitiva, una filosofía de la técnica con nueva ‘agenda’. El trabajo tiene cuatro grandes bloques: en el primero se describe el proyecto de la tecnociencia en su perspectiva histórica. En un segundo momento se pretende situar la técnica en la historia de las ciencias y de las técnicas. La tercera parte aborda la posibilidad (también necesidad) de una nueva visión de estos temas, que se ha dado en llamar visión sapiencial y transdisciplinar. Finalmente, en la cuarta parte, se señalan algunos pasos que se están dando en el campo de la filosofía de la técnica bajo esta nueva mirada, lo que podrían ser consideradas como las conclusiones, la nueva agenda: irrupción de enfoques éticos (entre otros, el de la responsabilidad) y nuevas visiones de ciencia-tecnología-sociedad.

Palabras clave: Consiliencia, tecnociencia, Big Science, filosofía de la técnica, STS (ciencia, tecnología y sociedad).

Abstract: The article addresses a novel topic that has recently had very diverse treatments. Some of its objectives could be the following: it aims to point out some of the paths taken in the dialogue between science and technology over the last few decades and briefly describe the milestones that have led from classical (Newtonian) science to current techno-science. In the background, also offer a few brushstrokes on the new philosophy of technology, which is built apart from old humanist prejudices, which has the theoretical development of consilience and does not want to be directed primarily or exclusively towards engineering. In short, a philosophy of technique with a new ‘agenda’. The work has large blocks: the first describes the project of techno-science in its historical perspective. In a second moment, the aim is to situate technique in the history of sciences and techniques. The third part deals with the possibility (and also the need) for a new vision of these subjects, which has been called a sapiential and transdisciplinary vision. Finally, in the fourth part, some steps are being taken in the field of technical philosophy under this new perspective, which could be considered as conclusions, the new ‘agenda’: the emergence of ethical approaches (among others, that of responsibility) and new visions of science-technology-society.

Keywords: Consilience, technoscience, Big Science, philosophy of technology, STS (Science Technology and Society).

Forma sugerida de citar:

Guzón, José Luis (2020). Tecnociencia y consiliencia como una agenda para la filosofía de la técnica. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 28(1), pp. 93-115.

Introducción

La historia de las relaciones entre ciencias y técnicas es muy compleja y ha sido objeto de muchos estudios y perspectivas (tanto históricos como temáticos). Algunos han descrito la técnica como ciencia aplicada (Mario Bunge). Otros han reducido, al menos en algún momento, la ciencia a mero instrumento de la técnica (quizás Martin Heidegger, Nicholas Resher, tal vez Javier Echeverría). Esta reducción a veces ha podido concluir en una identidad total. Para algunos, esto sería propiamente el complejo tecnociencia (S. Lelas, M. Bunge, etc.).

El artículo se propone mostrar cómo ver la tecnociencia en un horizonte más amplio que incluya autonomía o independencia y al mismo tiempo interacción mutua.

Algunos de sus objetivos se podrían elucidar de la siguiente manera: pretende señalar algunos caminos realizados en el diálogo entre ciencia y técnica a lo largo de las últimas décadas y describir sucintamente los hitos que han conducido desde la ciencia clásica (newtoniana) a la tecnociencia actual. Al mismo tiempo, poner al alcance de filósofos e historiadores de las ciencias unas pinceladas sobre la nueva filosofía de la técnica, que se ha ido construyendo en un constante apartamiento de viejos prejuicios humanistas, que ha contado siempre con el desarrollo teórico de la consiliencia y que no quiere estar dirigida, ni principal ni exclusivamente, hacia la ingeniería. En definitiva, una filosofía de la técnica con nueva ‘agenda’.

El vocablo ‘consiliencia’ es bastante novedoso y esnobista —se podría decir— y no aparece en la literatura científica hasta muy recientemente. Fue acuñado en el siglo XX y se refiere a campos de investigación separados desde hace mucho tiempo que se juntan para crear nuevas ideas, establecer sinergias creativas, al modo como ha ocurrido en algunos campos de la ciencia contemporánea, por ejemplo, en la biología molecular, fruto de la convergencia de dos grandes disciplinas como son la química y la genética.

Este artículo consta de cuatro partes: en la primera se describe el proyecto de la tecnociencia en su perspectiva histórica. En un segundo momento se pretende situar la técnica en la historia de las ciencias y de las técnicas. La tercera parte aborda la posibilidad (también necesidad, en buena medida) de una nueva visión de estos temas, que se ha dado en llamar visión sapiencial y/o transdisciplinar. Finalmente, en la cuarta parte, se señalan algunos pasos que se están dando en el campo de la filosofía de la técnica bajo esta nueva mirada, lo que podrían ser consideradas como las conclusiones, la nueva ‘agenda’: irrupción de enfoques éticos (entre otros, el de la responsabilidad) y nuevas visiones de ciencia-tecnología-sociedad.

El proyecto de la tecnociencia

La tecnociencia es una disciplina reciente, pero con unas raíces profundas en la historia de las ideas, que recoge e intenta responder al debate sobre la separación entre ciencia (teórica) y tecnología (práctica), especialmente mantenido por parte de los filósofos. El énfasis que el término tecnociencia pone en la tecnología, así como la intensidad de la conexión entre ciencia y tecnología, varía. Además, la mayoría de los científicos y filósofos de la ciencia continúan externalizando la tecnología como aplicaciones y consecuencias del progreso científico. Sin embargo, reconocen que el éxito y la eficiencia de la tecnología promueven el realismo, la objetividad y la universalidad de la ciencia.

La prehistoria del concepto tecnociencia se remonta, al menos, al principio de la ciencia moderna. Francis Bacon (1561-1626) en Novum Organum Scientiarum asoció explícitamente el conocimiento y el poder; la ciencia proporcionó el conocimiento de las causas efectivas de los fenómenos y, por lo tanto, la capacidad de intervención eficiente dentro de ellos. Bacon fue el primer gran pensador en describir cómo se debe hacer la ciencia y explicar por qué. El conocimiento científico no debe ser reunido por sí mismo, sino para beneficio práctico de la humanidad. Finalmente, Bacon promovió la experimentación, llegando a esbozar y definir los rigurosos procedimientos del ‘método científico’ que hoy en día con pequeños retoques se mantienen en vigor.

El concepto se hizo más claro durante la primera mitad del siglo XX. Gaston Bachelard (1884-1962), en Le nouvel esprit scientifique (El nuevo espíritu científico) (1934), coloca al nuevo espíritu científico bajo la influencia preponderante de las operaciones matemáticas y técnicas, y utiliza la técnica de expresión científica para designar la ciencia contemporánea. Sin embargo, el término tecnociencia en sí no fue acuñado hasta la década de 1970.

Se pretende señalar algunos caminos realizados en el diálogo entre ciencia y técnica a lo largo de los últimos tiempos y describir sucintamente los grandes hitos que han conducido desde la ciencia clásica (newtoniana) a la tecnociencia actual, incluyendo algunos de sus últimos desarrollos. En el fondo, ofrecer también unas pinceladas sobre la nueva filosofía de la técnica, que se construye apartando viejos prejuicios humanistas, que cuenta con el desarrollo teórico de la consiliencia y que no quiere estar dirigida ni principal ni exclusivamente hacia la ingeniería. En definitiva, una filosofía de la técnica con nueva agenda.

La historia de la tecnociencia

La primera aparición importante del término tiene lugar en el título del artículo “Ethique et technoscience” de Gilbert Hottois, publicado por primera vez en 1978 (Hottois, 1996, 1999; cf. Agora, 2005, pp. 149-175). Este primer uso expresa una reacción crítica contra la concepción teórica y discursiva de la ciencia contemporánea, y contra la filosofía ciega a la importancia de la tecnología. Asocia la tecnociencia con la pregunta ética: ¿Qué vamos a hacer con los seres humanos? Planteada desde una perspectiva evolucionista abierta a la intervención técnica.

A lo largo de la década de 1980, dos filósofos franceses, Jean François Lyotard y Bruno Latour, contribuyeron a la difusión del término en Francia y Norteamérica. Para Lyotard, la tecnociencia realiza el proyecto moderno de hacer del ser humano, como se argumenta a partir del trabajo de René Descartes (1596-1650), un maestro y poseedor de la naturaleza. Este proyecto se ha vuelto muy tecnocrático y debe ser denunciado porque en ocasiones va asociado políticamente con un capitalismo radical.

En Science in Action (1987), Latour utiliza el plural ‘tecnociencias’ para subrayar su enfoque empírico y sociológico. Las tecnociencias se refieren a aquellas ciencias creadas por seres humanos en contextos socioeconómicos y políticos del mundo real, por conflictos y alianzas entre humanos y también entre humanos y no humanos (instituciones, máquinas y animales entre otros). Latour insiste en redes y mezclas híbridas. Denuncia el mito de una ciencia pura, rechazando cualquier idea filosófica de una ciencia que es supra extra social y apolítica. Latour ha contribuido al éxito del término tecnociencia en la discusión socioconstructivista desde los años noventa.

El trabajo de Donna Haraway[1] ilustra bien la difusión de la tecnociencia mezclada con las discusiones posmodernas y socioconstructivistas de América del Norte. La tecnociencia se convierte en una palabra-símbolo de la maraña contemporánea de procesos e interacciones (las ciencias, las tecnologías, las sociedades, etc.), incluyendo todo tipo de elementos, desde prácticas puramente simbólicas hasta los procesos físicos de la naturaleza en redes, producciones e intercambios mundiales.

En Europa continental y en los países de América Latina, el uso del término tecnociencia a menudo se ha mantenido más cercano a su significado original, que implica más lo ontológico (como el filósofo alemán Martin Heidegger, 1889-1976), lo epistemológico y el cuestionamiento ético. De hecho, en una perspectiva que complementa la que he proporcionado aquí, en La revolución tecnocientífica (2003), Javier Echeverría ofrece un extenso análisis de la tecnociencia como concepto y fenómeno. Sin embargo, un uso político no es raro, especialmente en Francia, donde hay una tendencia a atribuir a la tecnociencia una serie de males contemporáneos como el tecnicismo y la tecnocracia, el capitalismo multinacional, el neoliberalismo económico, la contaminación, el agotamiento de los recursos naturales, el cambio climático, globalización, injusticia planetaria, desaparición de los valores humanos, y más, todo relacionado con el imperialismo estadounidense.

El arquetipo común de la tecnociencia es la Big Science,[2] originalmente ejemplificado por el Proyecto Manhattan (Guerrero y Vega, s/f), que asoció estrechamente la ciencia, la tecnología y la política. En esta interpretación, la tecnociencia se presenta desde el punto de vista de la dominación y el control, y no desde la exploración, investigación y creatividad. Es tecnocrático y totalitario, no tecnopoyético y emancipador.

Sus preguntas

Lo que distingue a la ciencia contemporánea como tecnociencia es que, a diferencia de la empresa filosófica de la ciencia identificada como una actividad fundamentalmente teórica, es físicamente manipuladora, intervencionista y creativa. La determinación de la función de un gen, ya sea para crear un medicamento o para participar en la secuenciación del genoma humano, conduce a la realización del conocimiento tecnocientífico, el poder y la capacidad. En una civilización tecnocientífica, la distinción entre teoría y práctica se vuelve borrosa. Se invita a los filósofos a definir la muerte humana o el nacimiento teniendo en cuenta las consecuencias de estas definiciones en los planes ético-prácticos, es decir, con respecto a lo que se permitirá o no se permitirá (por ejemplo, la extracción de órganos o embriones) en la experimentación.

Con mucha nitidez en La revolución tecnocientífica (2005), Javier Echeverría afirma:

En donde ha habido un cambio radical es en la actividad científica, en la propia estructura de lo que hacen los científicos y los ingenieros y se manifiesta en la investigación, el desarrollo y la innovación. Es decir, ya no solo se trata de investigar, sino que hay que generar desarrollos tecnológicos que deriven en innovaciones que se pongan en práctica en el mercado, en la empresa, en la sociedad (p. 19).

Otro ejemplo muy familiar, especialmente para los especialistas en bioética, es el de los ratones de experimentación. Desde la década de 1980 ha existido una línea de ratones transgénicos (ratones Onco)[3] utilizados como modelo para la investigación sobre ciertos cánceres. Aquí hay un objeto a la vez natural y artificial, teórico y práctico, abstracto y concreto, vivo y patentado como invento. Su existencia y uso en la investigación implica, además, muchas cuestiones e intereses científicos y cognitivos diferentes: terapéuticos, económicos, éticos y jurídicos. Incluso es un problema político porque los ratones transgénicos están en el centro de un conflicto entre la Unión Europea y EUA por la patentabilidad de los organismos vivos.

Las preguntas más radicales que plantean las tecnociencias tienen que ver con su aplicación a lo natural (como un organismo vivo formado por el proceso evolutivo) y a lo manipulado (como una creación contingente de la cultura humana). Estas preguntas adquieren un mayor rigor cuando se tiene en cuenta la inmensidad de la temporalidad biológica, geológica y cosmológica, como al preguntar: ¿Qué será del ser humano en un millón de años? Desde esta perspectiva, la investigación de los seres humanos parece abierta no solo a la invención simbólica (definiciones, imágenes, interpretaciones, valores), sino también a la invención tecnofísica (experimentación, mutaciones, prótesis, cyborgs). Ambos enfoques plantean preguntas y responsabilidades que no son ajenas a la ética y la política e invitan a mirar a estas de un modo crítico.

Por consiguiente, la palabra tecnociencia designa un complejo entramado de la ciencia y la tecnología contemporáneas, que tiene una carga conceptual especial. Medina clarifica este aspecto en su artículo “Tecnociencia, retos, modelos” (2003):

En el campo de las ciencias y de las tecnologías, sistemas, subculturas y tradiciones corresponden a prácticas y legados culturales específicos, plasmados en las capacidades de los agentes y en los entornos materiales, simbólicos y organizativos propios de cada campo científico y tecnológico. Dichas prácticas y entornos, al igual que los modos característicos de innovación y estabilización de las ciencias y tecnologías modernas, se distinguen fundamentalmente por su carácter tecno —científico, es decir, por prácticas y entornos en los que intervienen e interactúan conjuntamente la elaboración de aparatos conceptuales y teóricos precisos y la producción y el uso de sofisticados artefactos y procedimientos tecnológicos. Las mismas tecnologías constituyen sistemas complejos de artefactos y técnicas que se han generado y estabilizado en el contexto de prácticas y entornos teóricos y materiales de carácter científico. El entramado entre los sistemas científicos y los sistemas tecnológicos modernos es tan inseparable en la práctica que se ha generalizado el uso del término tecnociencia para caracterizar los sistemas científicos actuales y, en general, las tradiciones científicas desde, por lo menos, finales del siglo XIX (p. 25).

Las complejas interacciones entre ciencia, tecnología, sociedad y naturaleza forman una unidad de hecho inseparable y una red que solo puede ser abordada en estudios globales y transdisciplinares. De un modo sucinto, con la ayuda de Luis Silva Arriaga (2012), se podrían sintetizar las características de la tecnociencia del siguiente modo:

La técnica en el horizonte de la historia de la ciencia y de las técnicas

Desde la Antigüedad (habría que retrotraerse al pensamiento griego), pero de un modo muy significativo desde la revolución científica de los siglos XVI y XVII (Modernidad), la humanidad se ha visto fuertemente influenciada por la ciencia. El prestigio alcanzado por la misma le ha dado el papel de racionalidad más importante y catalizador del cambio social.

Ante todo, la ciencia moderna se constituye como un proyecto claro y preciso, especialmente a partir de Newton. No es que estuviera configurado definitivamente desde el principio, pero es un siglo más tarde, con la potente influencia de la escuela de Laplace, cuando Newton, el nuevo Moisés, se va convirtiendo en el símbolo de la revolución científica europea. Definitivamente será el siglo XIX el que dé al nombre de Newton un poder mágico y modélico en el que toda la ciencia tiende a confluir. Unos ven en su método una idea de protocolo de experiencia matematizable. Para otros, la idea central es aislar un hecho específico del cual todo podrá ser deducido. Cada uno hace su propia hipótesis del valor de la doctrina newtoniana, aunque todos reconocen que algunos de los conceptos dinámicos que Newton ha introducido constituyen una adquisición definitiva, e, incluso para algunos, como para su discípulo Pierre Simon de Laplace (1749-1827), un techo irrebasable.

La fuerza de la síntesis newtoniana es/era increíble. Las aspiraciones comunes a la ciencia de todos los tiempos, los deseos de una ciencia unificada, son recogidas y agrupadas, aunque nunca se alcanza su definitiva resolución, pues las preguntas que están a la base nunca pierden su fuerza generadora.

Comparte con los relatos míticos el intento de explicación e interpretación de la organización del mundo y de la situación de la sociedad humana en el seno de la naturaleza, pero se aparta del interrogante mitológico cuando se acoge a procedimientos de verificación y discusión crítica. No obstante, filosofía y ciencia con frecuencia llevan discursos paralelos o incluso convergentes, aun siendo ambos discursos de naturaleza crítica.

Para algunos la singularidad de la ciencia moderna se caracteriza por un diálogo experimental, por el encuentro entre la técnica y la teoría, la ‘alianza’ —de nuevo la palabra clave (Prigogine y Stengers, 1990a, pp. 29-48; cf. 1990b)— sistemática entre la ambición de modelar el mundo y la de comprenderlo. Cierto que esta relación no traía consigo solo ventajas. El diálogo experimental fundaba la originalidad, la especificidad y los límites de la ciencia, pero al mismo tiempo se ponía delante de una naturaleza simplificada, preparada, a veces mutilada en función de la hipótesis previa, aquella que la experimentación interroga.

Esta ciencia, debido a su dinámica intrínseca y a las circunstancias socioculturales que le rodeaban en el momento de su nacimiento, se convierte en un mito y así se ha mantenido hasta la segunda mitad del siglo XX. El contenido teórico de la ciencia clásica ha contribuido, sin ninguna duda, a estabilizar el mito de un saber omnisciente.

Las leyes newtonianas del movimiento realizan una síntesis que se venía proyectando desde hacía tiempo entre dos desarrollos convergentes. Con señalan Prigogine y Stengers (1990a): “El de la física —la descripción del movimiento, con las leyes de Kepler y las de la caída de los cuerpos formuladas por Galileo— y el de las matemáticas que culminan en el cálculo ‘infinitesimal’” (p. 228). Con el concepto de cantidad infinitesimal tienen un instrumento potente en sus manos. La cantidad infinitesimal, que resulta de un paso al límite y que se define como la variación de una magnitud entre dos instantes sucesivos cuando el intervalo entre los instantes tiende a cero, permite describir, descomponer el cambio, en una serie infinita de campos pequeños.

De ahora en adelante, cualquiera que sea el sistema dinámico, la forma de las leyes del movimiento, F = m . a, permanece válida. Esta fórmula reúne tres características: legalidad, determinismo y reversibilidad. Esta reversibilidad está ligada al principio de razón suficiente, según Prigogine y Stengers (1990b):

La imposibilidad de definir una diferencia intrínseca entre el antes y el después, a la que está condenada la dinámica, nos resulta hoy evidente, pero, ya en su origen, estaba a la vez afirmada y disimulada por un principio que, con los trabajos de Galileo, Huyghens, Leibniz, Euler y Lagrange, llegó a ser el propio principio de conceptualización de la dinámica. Leibniz lo bautizó como “principio de razón suficiente”. En términos leibnizianos, este principio enuncia la equivalencia entre la causa “plena” y el efecto “total” (p. 281).

Pero hoy se puede afirmar que la Edad de Oro de la ciencia newtoniana ha terminado y que su racionalidad no basta para unificar el conocimiento. Al diablillo de Laplace le faltan dos dimensiones que en la actualidad parecen indispensables para la comprensión del mundo: la complejidad y la historia.

La segunda mitad del siglo XX ofrecía, entre otras, una imagen especial, diferente, de la ciencia. Es la que se denomina tecnociencia. Esta se caracteriza por el hecho de que no hay progreso científico sin avance tecnológico y viceversa. La interdependencia entre ciencia y tecnología es estrechísima en el caso de Big Science, y por eso conviene distinguir entre ciencia, técnica, tecnología y tecnociencia.

Aunque la ciencia se convirtió en hegemónica y en ocasiones despótica —como consecuencia de la fuerza que alcanzó—, la segunda mitad del siglo XX y el comienzo del XXI han supuesto un cambio radical para la consideración de casi todas las cosas, especialmente de la ciencia. Esta no podía considerarse como una disciplina autónoma, sino que ha significado una mezcla de diversos sistemas de valores que están profundamente imbricados entre sí y que pueden quedar descritos con estos dos enunciados:

Pero, ¿en qué consiste esa disciplina que es objeto de estudio? El título de la obra de Alan Francis Chalmers (1988) ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, que tanta trascendencia tuvo también en nuestra cultura, ahora sirve de epígrafe para afrontar una definición de ciencia.

No es fácil definir la ciencia —viene a decir Agustín Udías (2010, p. 20)—. La Sociedad Americana de Física se propuso llegar a una definición, pero tras el intento desistió en su propósito. La definición más cercana al ideal que perseguían es la siguiente, según Udías (2010): “Una búsqueda disciplinada para entender la naturaleza en todos sus aspectos […] exigiendo un intercambio de ideas y datos abierto y completo […] y una actitud de escepticismo sobre sus propios resultados” (pp. 20-21).

Una nueva visión sapiencial y transdisciplinar

¿Qué se entiende por visión sapiencial? El calificativo sapiencial casi siempre hace referencia a una visión integradora y superadora respecto a aquellas que están a la base. En este contexto hablar de una visión sapiencial de la ciencia supone que esta tiene que estar acompañada de una cosmovisión filosófica bien fundamentada. Ahora se entiende que la tecnociencia, es decir, la nueva concepción científica que aúna tecnología y ciencia, implica una referencia a un sistema filosófico desde el cual se permita hablar de valores y de otros elementos que se desprenden de una concepción filosófica.

En la encíclica Fides et Ratio (1998), Juan Pablo II nos hablaba también de una “dimensión sapiencial”, en este caso de la filosofía y la teología. Allí se afirma que:

Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano (nº 83).

De un modo semejante se puede extrapolar y decir que ética (filosofía) y ciencias están llamadas a una mayor integración y la ética se puede convertir en esa disciplina orientadora que impulsa a las ciencias y a las técnicas (a las tecnociencias) hacia un objetivo y sentido definitivos. En esto podría consistir en primera instancia esta “visión sapiencial”.

En el epígrafe se hace referencia a otro calificativo: transdisciplinar. ¿En qué consiste una relación transdisciplinar? En la historia ha habido muchos modelos de relación entre disciplinas. Hay dos grandes categorías en los modelos de relación entre las ciencias humanas y la teología: de tipo conflictivo (tensión, exclusión, separación, clausura o ignorancia recíproca) o de coexistencia pacífica, caracterizados por un equilibrio más o menos estable entre los partners (cohabitación, compromiso, concordismo, apertura recíproca y diálogo).

Existen dos tipos de diálogo: el multidisciplinar y el interdisciplinar (transdisciplinar). El multidisciplinar es ese tipo de diálogo mediante el cual los representantes de ambas ciencias se convierten a la vez en escuchadores, receptores e informadores, en función de un conocimiento más completo de un campo común de investigación. ¿Qué es lo que requiere? Se pueden señalar cinco características necesarias para que se dé una relación de diálogo:

El diálogo interdisciplinar añade solo un dato novedoso al anterior y es el de una mayor relación e imbricación de las diversas ciencias. Cuando la relación permite unos intercambios más profundos, como la utilización de conceptos comunes, estamos en el campo transdisciplinar. Para que sea posible una relación dialógica de estas características entre ciencias, debe darse la producción de conceptos transespecíficos (cf. Piaget, 1989; Groppo, 1991).

Se podría concluir intentando clarificar si cualquier filosofía sirve para otorgar esa visión sapiencial a la ciencia. La respuesta es rotundamente negativa. No todas las filosofías sirven para ofrecer una visión sapiencial, porque muchas filosofías no parten de unos presupuestos como los explicitados anteriormente, bien definidos y con la voluntad de converger en objetivos y fines comunes.

La consiliencia

Edward Osborne Wilson, distinguido profesor emérito de biología en la Universidad de Harvard y reconocido como tal vez la principal autoridad mundial en materia de hormigas, abrió un nuevo campo de la ciencia en la década de 1970 con su libro Sociobiology: The New Synthesis (1975). Argumentaba que los animales sociales, incluidos los humanos, se comportan en gran medida de acuerdo con las reglas escritas en sus propios genes. La teoría provocó controversia porque no solo parecía contradecir las preciadas creencias sobre el libre albedrío, sino que, según los críticos, evocaba que las ideologías racistas acusaran a algunos grupos humanos de que eran biológicamente superiores a otros. Las reacciones fueron polémicas. No obstante, Wilson y algunos seguidores han defendido y refinado la sociobiología a lo largo de los años hasta tal punto que ahora es un concepto que goza de bastante aceptación en la comunidad científica, especialmente por una nueva generación de psicólogos evolutivos. Después de bastantes años, Wilson nos ha ofrecido un nuevo libro, potencialmente innovador, Consilience: The Unity of Knowledge (1998), que lo ha colocado en el centro del debate y la controversia una vez más. Algunos eruditos lo han elogiado como audaz y provocativo, mientras que otros lo han criticado como intelectualmente inestable y pobre.

La palabra ‘consiliencia’ es extraña y no aparece en el Diccionario del nuevo mundo de Webster ni en otros famosos diccionarios. Como ya se dijo, fue acuñada en el siglo pasado y se refiere a campos de investigación separados desde hace mucho tiempo que se juntan y crean nuevas ideas (química + genética = biología molecular). La controversia rodea a la creencia de Wilson de que todo esfuerzo humano, desde los sentimientos religiosos hasta los mercados financieros y las bellas artes, es susceptible de ser explicado por la ciencia dura. Filósofos y artistas se enfadan con lo que Wilson llama su “agenda de unificación”, su intento de mostrar —como él dijo— que la mayor empresa de la mente humana siempre ha sido y será el intento de vincular la ciencia con las humanidades.

La esencia del argumento de Wilson en su libro Consilience es que el método científico puede aplicarse a las humanidades y las ciencias sociales con éxito. De hecho, las disciplinas aparentemente divergentes de las ciencias naturales y las ciencias sociales estudian el mismo mundo y, por lo tanto, debería haber una manera de reconciliar las diferencias en el progreso en las dos áreas de estudio.

Algunas ideas de Wilson (1998) están enraizadas en la Ilustración. Cita específicamente a Marie-Jean-Antoine-Nicolas Caritat, marqués de Condorcet (1743-1794), a quien también atribuye la incorporación del espíritu de los tiempos: “El universo, conocido o desconocido, es necesario y constante. ¿Por qué este principio debería ser menos verdadero para el desarrollo de las facultades intelectuales y morales del hombre que para otras operaciones de la naturaleza?” (p. 21).

Conviene recordar que este concepto fue puesto en circulación anteriormente. La palabra consiliencia fue acuñada originalmente en términos de “consiliencia de las inducciones” por William Whewell (1794-1866) (consiliencia se refiere a un ‘saltar juntos’ del conocimiento). La palabra proviene del latín com (juntos) y siliens (saltando) —como en resiliencia—.

Sostiene Wilson (1998) que nada en el mundo tiene sentido a menos que haya una teoría para explicarlo (p. 56). Esta teoría es proporcionada por la ciencia, que es la “empresa organizada y sistemática que reúne conocimiento sobre el mundo y condensa el conocimiento en leyes y principios comprobables” (p. 58). Para Wilson, el hecho de que la ciencia produce leyes útiles sobre el mundo en general es el principal atractivo de las disciplinas.

De este deseo de generalizar tanto las ciencias como las humanidades en una fórmula unitaria para encontrar la verdad objetiva, surgió la doctrina del positivismo lógico. El objetivo de esta tensión de pensamiento era unificar el método científico con el de las humanidades y, según Wilson (1998), su fracaso fue causado solo por la falta de conocimiento de la neurociencia (p. 67).

Este intento de unificación ha estado a la base de otras pretensiones como la de Ilya Prigogine e Isabelle Stengers (vincular humanidades y ciencias mediante un concepto nuevo de tiempo, La nouvelle Alliance, 1978), Charles Perci Snow (Las dos culturas, 1959) y del mismo Edward Osborne Wilson (Consilience: The Unity of Knowledge, 1998). Cada intento aporta nuevas herramientas, pero aún en medio del avance, el objetivo final de la unificación del saber se percibe lejano.

En parte, la dificultad surge al describir sistemas complejos, ya que la disección es más fácil que construir algo nuevo; es más sencillo separar un grupo de ideas para ver por qué deben trabajar juntas en lugar de visualizar todas las ideas en la secuencia que conduce a nuestra base de conocimientos actual. De hecho, muchos de los problemas de las ciencias sociales surgen de la simplificación de los problemas más allá del punto en que resulta útil la teoría que surge como resultado. Las interacciones humanas son inmensamente complicadas y no están explicadas adecuadamente por las hipótesis de los científicos sociales.

Esto no quiere decir que el mundo natural no sea complejo. La interacción y evolución de las especies son juegos complejos e iterados que son difíciles de analizar. Hay demasiadas variables que influyen, por ejemplo, en la evolución genética. Sin embargo, según Wilson (1998), los genes y la cultura están inseparablemente unidos, no hay manera de tener uno sin el otro (p. 138).

El quid de su argumento es que todo puede reducirse a simples reacciones físicas a nivel molecular (p. 291). En esencia, tanto las ciencias naturales como las ciencias sociales estudian situaciones que surgen de las mismas interacciones. El objetivo de la conciencia es el conservadurismo ambiental, ya que la unificación de los dos mundos de estudio dispares conducirá a una mayor comprensión del lugar del hombre en el mundo y su efecto en él. La ciencia tiene la capacidad de comprender y remediar los problemas ambientales, pero solo las humanidades y las ciencias sociales tienen la capacidad de llegar a un grupo lo suficientemente amplio como para que estos avances puedan tener lugar.

La meta de Wilson es noble, pero su examen del estado actual, tanto de las ciencias sociales como de las artes, es insuficiente. Específicamente, su examen del pensamiento económico deja mucho que desear. No obstante, reconoce que, aunque hay partes de la teoría económica muy sencillas, hay otras, como la teoría de la elección social, que son densas y complejas y que, en todo caso, el fracaso de las ciencias sociales para predecir el comportamiento humano no se deberá a ninguna falta de competencia por parte de los científicos, sino a la imprevisibilidad de la condición humana.

Más allá de los prejuicios epistemológicos y humanistas

La técnica, las técnicas, han estado marginadas a lo largo de la historia de las ideas hasta no hace mucho. El origen de esta marginación habría que buscarla en la tradición filosófica que desde el inicio separó techné y episteme, poiesis y praxis. Platón y Aristóteles estarían en la base de esta separación dicotómica que trajo durante tiempo fuertes consecuencias para la comprensión de una ciencia y una técnica y tecnología en buenas relaciones. De este modo, según Manuel Medina (1995):

La separación teórica de la técnica respeto a la ciencia y las humanidades configura los prejuicios filosóficos que han acompañado la larga historia de la filosofía y sus relaciones con la técnica, llegando incluso a marcar la moderna filosofía de la tecnología y a enfrentar distintas corrientes dentro de la misma. La superación de dichos prejuicios, tanto en la filosofía de la tecnología como en la filosofía de la ciencia, pasa por la integración de ambas en una filosofía de la tecnociencia, dentro de los actuales estudios interdisciplinares de ciencia y tecnología (p. 180).

Ya el mismo Aristóteles en el capítulo cuarto del libro VI de la Ética a Nicómaco (1987) nos ofrece tanto el prejuicio epistemológico como el filosófico. Para el Estagirita “toda techné es la capacidad de producir objetos materiales conforme con un logos verdadero” (p. 272). Para muchos autores aquí se encontraría el ‘prejuicio epistemológico’ (meta logou alethous), es decir, la techné está subordinada a la episteme, pero además se sientan las bases, tras la separación entre técnica y conocimiento o teoría, del primado de la teoría sobre la praxis (‘prejuicio filosófico’).

La historia posterior es bien conocida. Hasta fines del siglo XIX y comienzos del XX no ha habido un desarrollo notable de la filosofía de la técnica capaz de reorganizar estos contenidos de otra manera. Algunas figuras significativas en este proceso intelectual fueron Karl Marx, Ernst Kapp (Grunlinieneiner Philosophie der Technik, 1877), Friedrich Dessauer (Philosophie der Technik, 1927), José Ortega y Gasset (Meditación de la técnica, 1939) y Martin Heidegger (Die Frage nach der Technik, 1954).

La filosofía de la tecnología como tal surge en las décadas de los 60 y 70 del siglo XX: Joseph Agassi, Mario Bunge, Lewis Mumford, Henryk Skolimovski, Paul Durbin, Friedrich Rapp… desde esa época hasta el presente sería muy difícil hacer historia de todo lo que ha pasado, dada la pluralidad y heterogeneidad de acercamientos producidos, pero sí que se puede básicamente, siguiendo a Manuel Medina (1995), afirmar que hay dos grandes bloques: un acercamiento humanista y otro de más carácter analítico y epistemológico. Lo cierto es que incluso en estos nuevos acercamientos subsisten los viejos prejuicios de los que se ha venido hablando.

A partir de los nuevos estudios de filosofía de la tecnología, fruto de un ‘giro tecnológico’,[4] apreciable en nuestra cultura y que invierte los antiguos presupuestos y prejuicios sobre las relaciones entre tecnología, ciencia y sociedad (Achterhuis, 2001, p. 190), se han producido los primeros frutos. En la prehistoria se puede situar a John Dewey (cf. Hickman, 1990). Según Larry Hickman (1990), Dewey tenía un claro interés por la tecnología. Pasó desapercibido en muchos autores posteriores porque no dedicó un libro monográfico a esta cuestión, pero sin duda está a la base de algunos de los argumentos que acabaron con la primacía de la teoría sobre la praxis en la filosofía de la ciencia y de la tecnología (Esteban, 1999, p. 138).

Otros autores significativos son Paul Lorenzen (1974), impulsor de la teoría constructiva sistemática de las ciencias. Desde la filosofía, Ian Hacking (1999), que se ha desmarcado de los prejuicios analíticos para acercarse a una visión más centrada en la tecnología. Desde el ámbito de la sociología de la ciencia, Andrew Pickering (1995) propone un análisis posthumanista de la práctica científica.

Concluyo con Medina (1995), que ha servido de guía en este recorrido, afirmando que:

En todo caso, si la filosofía de la ciencia y la filosofía de la tecnología han de tener un futuro que nos sea pasar a formar parte del ya bien surtido museo filosófico, habrán de superar los viejos prejuicios tanto humanistas como epistemológicos, para integrarse interdisciplinariamente en los actuales estudios de ciencia y tecnología. Mientras tanto, habría que empezar por integrar ambas en una filosofía post-epistemológica y posthumanista de la tecnociencia, de acuerdo con el principio de que no debe separarse académicamente lo que viene unido en la práctica y en la cultura (p. 194; cf. Ihde, 1991).

Más allá de una tecnología orientada a la ingeniería

La filosofía tecnológica contemporánea orientada hacia la sociedad evalúa la tecnología de una manera más amplia que la ética de la tecnología. Sin embargo, también carece de una teoría del valor desarrollada, mediante la cual los diferentes aspectos que están en juego en relación con la tecnología puedan identificarse y equilibrarse entre sí. Por consiguiente, conviene señalar que los enfoques actuales también tienen sus limitaciones para abordar la primera pregunta, con respecto a la naturaleza de la tecnología y la ingeniería. Sin embargo, preocupa principalmente la ética tecnológica y la filosofía de la tecnología orientada a la sociedad.

Hay que tener en cuenta, además, que el campo se beneficiaría enormemente del desarrollo de teorías del valor específicamente orientadas hacia la tecnología, que distinguieran diferentes tipos de valor relevantes para evaluar las consecuencias de la tecnología y que analizaran cómo se promueven o dificultan tales valores a través del diseño y uso de tecnologías, artefactos y procesos.

Una segunda forma en que la filosofía de la tecnología aún no ha avanzado mucho es que diversos estudios filosóficos que se centran en las implicaciones de la tecnología no tienen a la base teorías desarrolladas de la sociedad y su interacción con la tecnología.

En general, lo que se necesita en este campo es un mayor número de teorías desarrolladas para estudiar cómo los artefactos tecnológicos interactúan con aspectos de la sociedad, así como mejores informes de estos fenómenos sociales en sí mismos. Dichas teorías pueden tomarse de STS (Science, Technology & Society) u otras ciencias sociales (en línea con el ‘giro empírico’), o importarse de la filosofía general, pero debemos tenerlas más presentes en nuestro trabajo (cf. Stirling, 2007).

En tercer lugar, es posible considerar algunas limitaciones que son específicas de la ética tecnológica actual. Lo más importante es que hay una gran falta de reflexión en la ética general de la tecnología, en oposición a la ética aplicada de tecnologías específicas. Propiamente, se está haciendo muy poco trabajo para avanzar en el campo de la ética de la tecnología teórica o metodológica. El ‘giro empírico’ no ha arrojado una sola monografía sobre ética tecnológica que presente teorías y métodos para abordar el campo.

Otra crítica relacionada es que se está haciendo muy poco trabajo para afrontar la cuestión de cómo se puede desarrollar una nueva tecnología de una manera moralmente responsable. Por un lado, la ética de la tecnología se centra principalmente en cuestiones éticas y sociales relacionadas con las tecnologías que ya existen y, por el otro, en las responsabilidades generales de los ingenieros.

Lo que falta son modelos efectivos que permitan evaluar cómo se pueden tener en cuenta las normas y valores aceptados al desarrollar nuevas tecnologías y cómo anticipar los problemas morales y normativos con respecto a las aplicaciones futuras. Es decir, lo que falta son modelos efectivos para la evaluación ética de la tecnología y para el desarrollo ético de la nueva tecnología.

Finalmente, vale expresar cierta preocupación acerca de la posibilidad de que la filosofía de la tecnología orientada a la sociedad y orientada a la ingeniería pueda separarse. Los dos enfoques obviamente tienen un tema que es muy diferente, pero ambos enfoques pueden beneficiarse uno de otro.

La filosofía de la tecnología orientada a la ingeniería desarrolla teorías de los artefactos y prácticas tecnológicas, los procesos de diseño y la relación entre el diseño y el uso que se puede dar de la filosofía de la tecnología orientada a la sociedad. El último desarrolla teorías de las relaciones sociedad-tecnología que pueden ser utilizadas por el primero para incluir mejores descripciones del contexto social de la ingeniería. Así que la esperanza es que estos dos enfoques no diverjan, sino que interactúen y se mezclen en aquellas áreas donde hay preocupaciones comunes (cf. Jaramillo, 2015, pp. 315-317).

Posibles nuevas agendas de la filosofía de la técnica o de la tecnociencia

Lo que se ha estado discutiendo en la sección anterior es que, a pesar de los impresionantes logros en el campo en los últimos 25 años, todavía hay mucho espacio para el progreso. En lo que queda, se hacen algunas sugerencias de cómo los desafíos planteados pueden ser aceptados.

Hay enciclopedias, como la de Ciencia y tecnología éticas de Mitcham (1985/2005). Hay monografías con el enfoque clásico, como la de Hans Jonas (1995) The Imperative of Responsibility. Pero parece que no hay estudios sobre ética de la tecnología general después del ‘giro empírico’ y muy pocos incluso con un enfoque en las formas aplicadas de la ética de la tecnología.

Muchos de los nuevos enfoques que se encuentran en el horizonte intentan desarrollar teorías que permitan realizar evaluaciones amplias de diferentes tecnologías y prácticas tecnológicas sobre la base de valores éticos y no éticos. Pero para fundamentar una seria filosofía de la tecnología se necesita una teoría del valor que considere la relación entre la tecnología y la realización del valor. Dicha teoría distinguiría diferentes tipos de valor, como el valor ético, estético, cultural, social, económico, etc., pero también el valor intrínseco e instrumental que se adhiere a los artefactos y procesos tecnológicos en la sociedad (cf. Echeverría, 2002).

En segundo lugar, debemos desarrollar una visión de cómo se pueden comparar tales valores entre sí. ¿Cómo comparar el valor de la seguridad con el de la privacidad y determinar cuál es más importante? ¿Cómo comparar el valor de una economía fuerte con el de un medio ambiente limpio?

En tercer lugar, se debe considerar cómo se materializan y promueven los valores con la tecnología. ¿Pueden los artefactos tecnológicos incorporar valores y qué otros factores además de la tecnología determinan si los valores se promueven o dificultan cuando se usan tecnologías? El tercero de estos temas fue abordado en teorías de valores en diseño como lo hizo Helen Nissenbaum (1998) y diseño sensible al valor realizado por Friedman y Kahn (2003), y por Thomas Misa, Philip Brey y Andrew Feenberg en Modernity and Technology (2003), entre otros.

Una segunda mejora necesaria en el campo que identifico es el desarrollo de más y mejores teorías de la relación entre tecnología y sociedad. Se puede hacer una distinción aproximada de dos tipos de teorías. Las teorías de las relaciones humano-tecnología son teorías a nivel micro que describen cómo los seres humanos se relacionan e interactúan con artefactos tecnológicos o se involucran en prácticas tecnológicas (primera). Las teorías de las relaciones tecnología-sociedad son teorías que describen cómo los productos y las prácticas tecnológicas se relacionan e interactúan con aspectos de la sociedad (segunda). Estas son teorías de nivel macro y meso que describen, por ejemplo, cómo los artefactos tecnológicos pueden influir en los procesos políticos o cómo los procesos de diseño tecnológico interactúan con los procesos económicos. Actualmente, hay pocas teorías de este tipo en el campo que han ganado una amplia aceptación. Hay algunas que son influyentes, como la teoría fenomenológica de las relaciones humano-tecnología de Don Ihde (2004), la teoría de la red de actores de Bruno Latour (2005), la teoría de la política de los artefactos de Langdon Winner (1983) y la teoría de la racionalización tecnológica de Andrew Feenberg (2009,2013). Sin embargo, estas son teorías que están orientadas a cuestiones y preguntas específicas, y necesitamos teorías adicionales para cubrir problemas nuevos que van surgiendo.

Para comprender mejor las relaciones humano-tecnológicas se necesitarían teorías de la interacción entre los artefactos y las prácticas tecnológicas, por una parte, y la percepción humana, la cognición, la acción, la experiencia, la identidad, la imagen corporal, el desarrollo moral, la deliberación moral, la naturaleza humana y las creencias básicas y los valores, etc. Actualmente existen pocas teorías de este tipo en el campo y prácticamente ninguna que tenga un apoyo generalizado.

Para avanzar en este campo se puede proponer priorizar el desarrollo de dos tipos de teorías de la relación entre tecnología y sociedad. El primero es el desarrollo de teorías de la agencia tecnológica: ¿cómo los artefactos y las prácticas tecnológicas afectan al entorno en el que se presentan y utilizan?, ¿cómo funcionan para generar consecuencias? El segundo es el desarrollo de las teorías de la tecnología y la Modernidad: teorías de nivel macro que relacionan la dinámica de la tecnología con las estructuras e instituciones básicas de la sociedad moderna (Feenberg, 2003).

El tercer y último desafío se refiere a la ética tecnológica. En este campo hay una necesidad para el desarrollo de teorías y métodos en diversas áreas. Es preciso entender cómo el uso o la presencia de la tecnología influyen en las dimensiones morales de la acción humana y la responsabilidad individual. El trabajo pionero de Hans Jonas (1995), The Imperative of Responsibility, es valioso para este propósito, pero se necesitan teorías que después del ‘giro empírico’ también aborden este tema.

Estos son tiempos emocionantes para desarrollar la filosofía de la tecnología desde la perspectiva de la tecnociencia. Se ha avanzado mucho en las últimas décadas y el campo está madurando bien. Sin embargo, ahora es el momento de llevar el campo al siguiente nivel y fortalecer la teoría y la aplicación. Para crecer más como campo se debería demostrar que hay más que ofrecer que una serie de teorías y puntos de vista interesantes. Se necesitaría mostrar o demostrar que en este campo hay muchas personas que trabajan juntas en problemas y problemas conjuntos, en el que hay un diálogo constante sobre la mejor manera de abordarlos y en el que las personas son conscientes y se basan y confían en el trabajo de los demás.

Estas podrían ser algunas de las pinceladas de la filosofía de la tecnología y su agenda futura.

Referencias

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Notas

[1] Los estudios de tecnociencia desde una perspectiva feminista son “a field under construction” (Åsberg & Lykke, 2010, p. 301).
[2] La Big Science supuso un gran cambio en la práctica científica: concentración de recursos humanos y materiales en unos pocos centros de investigación; especialización del trabajo en los laboratorios; desarrollo de proyectos científicos con relevancia política y social, que contribuyen a incrementar el poder militar, el potencial industrial, la salud o el prestigio nacional; interacción entre científicos, ingenieros, industriales y militares; burocratización y politización de la ciencia y la tecnología; pérdida de autonomía de la ciencia; riesgo alto de sus posibles impactos; entre otros.
[3] El oncomouse es uno de los primeros animales transgénicos que se han producido. Investigadores de la Facultad de Medicina de Harvard, a comienzos de los años 1980, produjeron un ratón modificado genéticamente que era propenso a contraer el cáncer por habérsele introducido un oncogen que puede provocar el crecimiento de tumores. El oncomouse (de la palabra griega que significa tumor) fue concebido como un medio válido para hacer avanzar las investigaciones sobre el cáncer. La Universidad de Harvard trató de obtener la protección por patente en EUA y otros países, sin embargo, como es lógico, pronto se desencadenó una oleada de reflexión sobre los problemas éticos que se suscitaban (Rodríguez, 2007, pp. 25-40).
[4] Giro tecnológico o giro empírico, que aparecerá más veces, es un término acuñado por Achterhuis y que hace referencia al cambio de acercamiento epistemológico a la ciencia y a la tecnología que se ha obrado en el último tercio del siglo XX (cf. Achterhuis, 2001; Franssen et al., 2016; Verbeek, 2005).

Notas de autor

* Doctor en Filosofía. Doctor en Teología Dogmática. Diplomado en Cinematografía. Máster en Gestión Medio Ambiental. Ha sido director del Instituto Superior de Filosofía de Burgos (2006-2012), del Instituto de Pensamiento Iberoamericano (UPSA) (2013-2016) y del Instituto de la Familia (UPSA) (2013-2016). Ha dirigido numerosas revistas, entre las que destacan Pensar y Educar, Familia y Educación y Futuro. Su proyecto de investigación principal gira en torno al tema del tiempo en la filosofía y en la teología, aunque ha abordado numerosos temas educativos y filosófico-teológicos. Actualmente ejerce su magisterio en el CES Don Bosco, centro afiliado a la Universidad Complutense de Madrid, y en el Instituto San Pío X, de la Universidad La Salle, de Aravaca.

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