Artículos

El sujeto trashumante de la filosofía moderna y las transformaciones de lo real

The transhumant subject of modern philosophy and the transformations of the real

http://orcid.org/0000-0002-9544-0417 Javier Corona Fernández [1]
Universidad de Guanajuato/Guanajuato, México

El sujeto trashumante de la filosofía moderna y las transformaciones de lo real

Sophia, Colección de Filosofía de la Educación, núm. 25, 2018

Universidad Politécnica Salesiana

Recepción: 15 Diciembre 2017

Aprobación: 15 Mayo 2018

Publicación: 15 Julio 2018

Resumen: Este artículo explora el paradigma moderno de sujeto que atraviesa, como el viajero que aborda la cápsula del tiempo, épocas y contextos distintos. En su larga trayectoria, ha sido tema de reflexiones de todo tipo, que de igual modo lo lanzan a una consideración abierta al futuro, que declaran su muerte en el momento presente o lo regresan al pasado a rememorar sus etapas formativas. El objetivo es mostrar una visión panorámica de la categoría filosófica de sujeto que marcó los modos de pensar la realidad en ámbitos tan diversos como el conocimiento, la vida moral, el devenir histórico, las revoluciones sociales, las estructuras políticas y la creación artística, entre otros problemas teóricos y prácticos. La exposición se desarrolla en dos momentos: el primer apartado, “La irrupción del sujeto en la modernidad”, plantea algunas de las fases definitorias a nivel conceptual y las coyunturas determinantes que lo convirtieron en el centro de gravedad de la filosofía; la segunda parte lleva por título “El sujeto y las transformaciones de lo real”, que esboza el desenlace de la filosofía moderna en el contexto de las primeras décadas del siglo XX, en donde se diseña la tarea que a la filosofía corresponde al transformarse el sentido de realidad y el canon que hizo de la vinculación entre sujeto y objeto el eje central del pensamiento.

Palabras clave: Filosofía moderna, humanismo, idealismo, transformación, sujeto, conocimiento .

Abstract: This article explores the modern paradigm of the subject that, such as a traveller goes abroad on a time capsule, crosses over different eras and contexts. Ove the time, it has been the theme of reflections of all kinds, which also projects it to an open consideration of the future, by declaring its death at the present time or by tossing it back to the past to recall its formative stages. Thus, the objective of the article is to provide an overview of the philosophical category of the subject that marked the ways on thinking about the reality in areas as diverse as knowledge, moral life, historical development, social revolutions, political structures and artistic creation, among other theoretical and practical problems. The article considers two different moments. The first section, called “The irruption of the subject in Modernity”, focusses on some of the defining phases at conceptual level and the determining junctures that made it the centre of gravity for the philosophy. The second one is entitled “The subject and the transformations of the real.” It outlines the outcome of modern philosophy in the context of the first decades of the twentieth century, when the task that corresponds to the philosophy is set as the sense of reality changes, as well as the canon that made the relation between subject and object to be the axis of thought.

Keywords: Modern philosophy, humanism, idealism, transformation, subject, knowledge.

Forma sugerida de citar:

Corona Fernández, Javier (2018). El sujeto trashumante de la filosofía moderna y las transformaciones de lo real. Sophia, colección de Filosofía de la Educación, 25(2), pp. 59-87.

Introducción

Las reflexiones sobre el proceso gnoseológico y los diversos nexos entre el sujeto y el objeto tienen ya un recorrido de muchos siglos, y, en esta trayectoria, por momentos pareciera que se han afinado los conceptos e integrado las teorías; en otros instantes comprobamos, por el contrario, que se han radicalizado las posturas y difuminado las convicciones hasta llegar, en la ciencia contemporánea, al evanescente principio de incertidumbre como acercamiento o elucidación posible de la realidad. A su vez, en el enlace del sujeto con el objeto al interior del espacio ético-normativo, creemos con firmeza que en este ámbito se construye la identidad del primero, aunque luego asumimos que, después de un extendido sendero a través de las épocas, y al paso de mucho tiempo de actuar con cautela y miedo, hemos llegado a la definición de la accidentalidad y contingencia de la existencia individual; finalmente, en la articulación estética entre el sujeto y el objeto, al cabo de recorrer las edades en la historia y conocer lo que los pensadores nos han expuesto sobre la belleza como armonía de los símbolos, escuchamos ahora la idea de que la forma artística es, a la vez, el signo del caos. Al agrietarse la incólume rigidez en torno a la forma y la belleza, se compromete también el planteamiento sobre el sentido de la transformación social, la creación artística y cultural. Castoriadis (2008) lo dice con esa agudeza que le caracteriza: “La forma artística es a la vez forma del caos y forma que desemboca, directamente, en el caos. Es paso y abertura hacia el abismo. Este dar forma al caos es lo que constituye la kátharsis del arte” (p. 84).

Así, en el desenlace de estas tres trayectorias que ha seguido la razón filosófica, el pensamiento contemporáneo arriba a una especie de inaprehensible complejidad en la tematización de sujeto-objeto y en los sentidos por medio de los cuales se discurre acerca de ellos. En el dilatado devenir de la humanidad, los recursos para conocer y producir espacios de certidumbre nos han llevado a elaborar distintas concepciones del mundo (objeto) en el afán por mantener y orientar los diversos matices de nuestra existencia (sujeto). Con mayor o menor dificultad y con diferentes alcances, los argumentos filosóficos alrededor de la esfera del conocimiento, de la profundidad de la vida interior del hombre y de sus asombrosas capacidades creativas, se encuentran hoy en medio de una multiplicidad de juegos de lenguaje que hacen rodar por el suelo todas las creencias con las que llegó a su término la época moderna.

En efecto, el individuo moderno empezó la elaboración del relato acerca de sí mismo apropiándose del saber prudencial que, según la ética aristotélica, explica el sentido de la vida hacia un fin, que es la felicidad. No obstante, el aparente remanso y la cautela propios del mundo antiguo cambian en la modernidad por un discernimiento abierto hacia los retos que depara el futuro, variante que constituye quizá la más radical transformación emprendida hasta entonces en el horizonte de la ética. Pero, además, la percepción del ser humano respecto a su propia naturaleza sufre también una mutación; ya no es la unidad sustancial de materia y forma que existe en un mundo regido por la necesidad, cosmos en el que cada sustancia sensible o inteligible ocupa un sitio determinado; por el contrario, a partir del Renacimiento, la condición ontológica del individuo se precisa en función de la conciencia de su accidentalidad en un mundo compuesto de materia en movimiento. En la Grecia clásica, si bien no existe el concepto de sujeto como tal, sí hay la construcción de una identidad que se genera en el espacio ético-normativo. Empero, más allá de este señalamiento, podemos afirmar que el momento germinal del sujeto se ubica en la época moderna, y coincide con el esplendor de la filosofía como forma cultural y con el inicio, en la economía, de un floreciente periodo que cifra sus expectativas en la consecución de la abundancia, la organización de la sociedad según el principio de libertad y el anhelo personal de la felicidad.

La modernidad se convertirá en un patrón hegemónico, en el modelo europeo a seguir, con su visión optimista que contrasta con el desgarrado mundo de nuestros días, en el que la cifra de personas que mueren de hambre —que se cuentan en millones— sigue en aumento. Los estragos de un sistema de organización y de productividad que ha privilegiado el conocimiento científico sobre la formación de la personalidad, que ha promovido la sustitución del finalismo, el reemplazo de un dios creador y todopoderoso por sistemas y procesos impersonales, se nos presenta como el precio a pagar a cambio de una explicación racional que destierre el miedo y la incertidumbre. Bajo esta mutación continua que rompe viejos esquemas, el imperio de la facticidad da cuenta de la positividad y del rendimiento que se exige a la investigación. Es un hecho que, en nuestra cultura contemporánea —caracterizada por la búsqueda de la eficiencia y la rentabilidad—, la filosofía ha perdido su papel hegemónico debido a que se le reprocha su carácter improductivo en la era de la innovación y la competitividad, por consiguiente, se ha hecho marginal, incluso en la pretensión de claridad ha sido desplazada por la ciencia. Entretanto, al interior de la esfera de la voluntad que jalona nuestra existencia vivimos un individualismo narcisista, pero también tenemos nostalgia del sujeto como actor autoconsciente y creativo que enfrenta la construcción de la historia personal y sobrelleva en paralelo varias vidas y entornos.

Por su parte, el mercado lo permite todo pero no arregla nada; las metrópolis del siglo XXI —su mejor creación— se explican, paradójicamente, por el vacío social, el poder sin centro, la economía fluida. Entre las contradicciones de la abundancia, los economistas lamentan que vivamos hoy en una sociedad de intercambio y de servicios más que de producción. En el plano político, la coexistencia se define por la casi nula participación, a pesar de que el discurso sociológico insista en hablar de actores sociales. Ahora bien, si pensamos en la elucidación conceptual, en la contraposición de emplazamientos teóricos que tiene lugar en el seno de las relaciones entre la filosofía moderna y la reflexión contemporánea, la perspectiva teórica propia del pensamiento complejo ha dado luz para empezar a comprender las nuevas relaciones sujeto-objeto, superando el reduccionismo del principio de simplicidad en la primera y proyectando la implicación, la diversidad y la constelación en la segunda. Por estas razones, el texto que aquí proponemos pretende mostrar que la filosofía no puede hacer tabula rasa del pasado, al contrario, trayendo a discusión esas capas de complejidad creciente que atraviesan su historia, debe poner a la vista la centralidad de sus momentos formativos y las relaciones del sujeto con su mundo en un entramado que sólo puede ser comprendido a partir de una dimensión intersubjetiva que se mantiene hasta nuestros días, de ahí que el concepto de sujeto haya tenido que ser analizado y vuelto a examinar, a pesar de su aparente caducidad.

Así, el presente artículo recupera determinadas líneas reflexivas en el abordaje de las relaciones del sujeto con una exterioridad que se presenta matizada por los conceptos de la razón cognoscitiva, por las expectativas de una voluntad autónoma o por la plasticidad del lenguaje simbólico. Constituye un recorrido histórico a través de las discusiones que animaron la reflexión filosófica durante la modernidad clásica, desde Descartes y su concepción de sujeto como sustancia, hasta las nociones postkantianas de la modernidad tardía en donde sujeto y objeto se totalizan en el concepto de subjetividad. Para tal fin, el ensayo lo hemos estructurado en dos momentos con la intención de abordar de forma panorámica el desarrollo de la categoría filosófica de sujeto y su andar en un mundo que hace suyo de múltiples modos. El primer apartado, “La irrupción del sujeto en la modernidad” expone algunas de sus fases formativas y coyunturas determinantes, en las que emprende su propia definición a la vista del reduccionismo de las leyes con que se objetiva la naturaleza, aquí abordamos algunos conceptos, ideas y autores que sentaron los fundamentos del mundo moderno; el segundo, que lleva por título “El sujeto y las transformaciones de lo real”, plantea la problemática constituida alrededor de dichos términos en el contexto de las primeras décadas del siglo XX, todo ello a partir de constelaciones teóricas que han resultado paradigmáticas en este tópico, en las que se esboza el desenlace de la filosofía moderna y se diseña la tarea que a la filosofía corresponde al transformarse el sentido de realidad y el canon que hizo de la vinculación entre sujeto y objeto, el eje central del pensamiento. Finalmente, en las conclusiones con que cierra la exposición planteamos algunos elementos que definen el pensamiento contemporáneo por lo que toca a la crítica de la razón científica, la fractura de la teoría del conocimiento y la deriva de la sociedad al convertir la razón tecnológica en razón política.

La irrupción del sujeto en la modernidad

Demasiado lejos me había adentrado, volando, en el futuro: un escalofrío de espanto se apoderó de mí. Cuando miré a mi alrededor, mi único contemporáneo era el tiempo. Entonces hui hacia atrás, hacia el hogar, y hoy me encuentro de nuevo entre vosotros, hombres del presente, y en el país de la civilización (Nietzsche, 1983, p. 160).

La categoría filosófica de sujeto se conforma, esencialmente, en la época moderna. Sin embargo, pese a su largo recorrido a través de los siglos, hoy en día no deja de suscitar reflexiones desde enfoques muy variados, lo que le hace figurar entre los problemas filosóficos de mayor alcance desde su inicial formulación. Por más que se le quiera anular por considerársele un tema inactual o un concepto perteneciente a una etapa fenecida, es claro que el pensamiento contemporáneo no puede obviar su presencia y tratamiento, ya sea que se emprendan estudios que graviten en torno a los aspectos históricos que delinean la configuración del sujeto como elemento insustituible en la formación del presente; que se debata y critique la figura clásica del sujeto metafísico como sustrato y fundamento de todo lo cognoscible; que se discuta acerca del sujeto perceptivo que enfrenta un amplio abanico de estímulos, desde las más crasas rudezas hasta las sutiles y alambicadas expresiones del arte de vanguardia, o las iniciativas germinadas en un ser moral y político en momentos de desintegración social y de crisis generalizada como la que marca los inicios del siglo XXI. En todas las constelaciones suscriptas es innegable la relevancia que tiene un paradigma de la modernidad como éste, que ha dado pie a múltiples cuestionamientos sobre nuestra propia conciencia y su relación con la realidad.

Si bien no es difícil aceptar este evidente protagonismo del concepto de sujeto, a la vez no es sencillo bosquejar en unas cuantas líneas las razones por las cuales se ha dado dicha presencia y su tratamiento en nuestro tiempo, ya que son muchas las vertientes discursivas que parten de esta plataforma. Como punto de inicio de este análisis, estaría el convencimiento de que la modernidad se identifica con el espíritu de la libre investigación que choca con las regulaciones del aparato de poder, lucha imposible de realizar sin la intervención de un ser que ejerce un principio de actividad a partir de sí mismo.

Pero la modernidad es de igual modo un momento histórico que, en la dialéctica de las fuerzas sociales, inaugura el protagonismo del Estado y del individualismo que impulsa la industrialización. Bajo el signo de una reglamentación del saber a partir de una episteme validada por los nuevos desarrollos de la ciencia matemática, con el concepto de sujeto adviene la concepción del universo que se estructura comenzando con un esquema mecanicista que destierra misterios y reduce la explicación de la naturaleza a criterios cuantitativos; paralelamente, con la modernidad el arte emerge como esfera autónoma de la cultura y, en el plano de la razón práctica, la idea de autonomía, la libertad de creencia y el derecho a la vida privada como resguardo a los controles sociales configuran un momento germinal de valores y sentidos para la existencia humana. La modernidad es también, en el fondo, ruptura de tradiciones y creencias, lo que trae consigo el abandono paulatino de actitudes particulares y la apertura del universalismo de la edad de la razón, en donde la educación del sujeto tiene vínculo con la conceptualización de un mundo que se rige por leyes racionales que son plenamente inteligibles para el pensamiento.

Modernidad clásica

En el itinerario de la filosofía moderna es factible distinguir los grandes temas que le caracterizan y el momento de su emergencia en una llana y resumida división en dos periodos: la modernidad clásica, que corresponde a los siglos XVII y XVIII, y la modernidad tardía, que abarca el siglo XIX, Friedman (1986). De acuerdo con esta sucinta caracterización, la filosofía moderna clásica plantea un pensamiento optimista estructurado en función de la idea de progreso, que a la sazón aflora como categoría básica que lo mismo explica el avance de la civilización en la historia, como la paulatina maduración del género humano y el movimiento armónico del mundo. En esta coyuntura de la modernidad temprana, la filosofía formula su convicción de que la razón gobierna al mundo; en consecuencia, la civilización radica en el desarrollo de la razón, que tiene en la investigación científica el dispositivo que descubre las leyes naturales que gobiernan el acaecer natural y, a la vez, permite columbrar los principios que hacen posible el contrato social. Bajo este universo sistémico, el lugar del ser humano es otro factor determinante para el sentido de realidad que se está apenas enunciando, ya que se abandona la propensión de tomar como fundamento una entidad trascendente y misteriosa, y se da paso al humanismo inmanente que toma como referencia el sentido de la tierra. Israel (2012), en su profundo estudio La Ilustración radical, da cuenta del tono que siguieron las revoluciones políticas e intelectuales acaecidas en ese contexto general al que llamamos modernidad, y lo hace siguiendo el hilo conductor de la filosofía de Spinoza:

Todo lo que ocurre sucede necesariamente; no hay “ninguna cosa contingente” y nada puede ser de un modo diferente del que de hecho es. Por tanto, no existen los milagros ni los mandamientos divinos. El “bien” y el “mal” no son valores morales absolutos y no existen en la naturaleza, sino que son nociones puramente relativas concernientes al hombre. Spinoza promulga su doctrina “geométrica” de las pasiones y expone su teoría de que el conocimiento se basa en las sensaciones y se construye a partir de nuestras percepciones de lo que es verdadero y lo que es falso, por medio de proporciones y relaciones matemáticas, de manera que si bien cometemos errores, y con frecuencia creemos cosas que no son verdad, no podemos creer tan erróneamente que la verdad no nos pueda ser demostrada […] El vínculo eterno e inquebrantable entre las ideas y la realidad es tal, que todas nuestras nociones son verdaderas en algún sentido, de modo que son adecuadas e inadecuadas en vez de estrictamente verdaderas o falsas. Spinoza introduce la aparente paradoja de que el hombre está necesariamente determinado y no obstante posee libertad, a través de la razón que es intrínseca a su conatus, o lucha por conservar su ser. Finalmente, la existencia de espíritus separados del cuerpo y apariciones, incluyendo a Satanás y los demonios, es categóricamente descartada (p. 211).

Como sujeto libre, el individuo humano dispone de la facultad de hacerse cargo de sí mismo; de acuerdo con esta idea, la tarea de la civilización consiste en que el hombre alcance la mayoría de edad y se conduzca racionalmente. Tras la ruta que esta noción trazó, en la esfera moral y política, la modernidad es ante todo emancipación; aquí el concepto de persona vino a precisar la imagen del hombre que se reconoce como un devenir que encara la libertad como su realización plena. Entre tanto, la educación científica lo forma en el aprendizaje del pensamiento racional, con la capacidad de resistir o sobreponerse a sus inclinaciones naturales —ya que no las puede anular— y a la costumbre rutinaria que suele perderlo en un abismo de desconciertos.

En la mentalidad de ruptura que el pensamiento ilustrado hizo propia, encontramos uno de los principales cauces que ha dado continuidad al sujeto como tema de reflexión que, al paso del tiempo, registra renovados alcances, los cuales llegan a circunscribir el carácter de aquello que delimita la experiencia humana en nuestro contexto. Un elemento de vigencia es la apreciada facultad de autogestión, ya que se trata aquí de la configuración de un sujeto en el mundo que es responsable de sí mismo y frente a la sociedad, a la que ve no sólo como el escenario de su realización personal, sino principalmente como el entramado en el que cobra sentido la realidad objetiva. Charles Taylor (1996), quien se ha ocupado de estudiar a fondo la conformación del yo y su identidad nos dice a este respecto:

La idea que toma cuerpo a finales del siglo XVIII es que cada individuo es diferente y original, y que dicha originalidad determina cómo ha de vivir. Por supuesto, la noción de la diferencia original no es nueva. Nada es más evidente ni más banal. Lo nuevo es que ésta realmente marca la diferencia respecto a cómo estamos llamados a vivir. Las diferencias no son simples variaciones sin importancia dentro de una misma naturaleza humana básica; ni tampoco las diferencias morales entre individuos buenos o malos. Implican más bien que cada uno de nosotros tiene un camino original que debe transitar; imponen a cada uno de nosotros la obligación de vivir de acuerdo con nuestra originalidad (p. 396).

Ahora bien, si en el plano volitivo la idea de originalidad en el sujeto es la que gana terreno, en cuanto al conocimiento, éste se define por la separación del sujeto y el objeto y por un rasgo común que impregna las distintas posiciones en debate —más allá de la forma en que se plantee el mecanismo gnoseológico— la racionalidad es la facultad insignia que articula el problema del conocimiento. En efecto, sobre este tópico cabría decir que la filosofía de la modernidad clásica es en principio racionalista, pues incluso una posición aparentemente tan discorde como el empirismo mantiene esa misma actitud porque considera la historia y la cultura como desarrollos progresivos de la razón, potencia ésta que ha erradicado el sometimiento del ser humano a fuerzas externas que hasta entonces guiaban su destino. La diferencia entre el racionalismo y el empirismo radica en su postura acerca de la fuente de conocimiento y del papel e importancia que juegan la inteligencia y la sensibilidad respectivamente; pero en ambas direcciones lo característico de la modernidad se concentra en la ciencia como paradigma de racionalidad, como formación cultural que permite la liberación material y moral del hombre en el horizonte de la historia, la cual se concibe ya no como una caída derivada del error, sino como un proyecto abierto hacia el futuro, en el que la categoría de progreso da sentido a la vida humana, donde no hay lugar para el sentimiento de culpa por la supuesta expulsión del paraíso.

La ciencia se perfila a ser el paradigma del progreso de la razón y también el paradigma del conocimiento, este posicionamiento lo logra porque la ciencia moderna rompe con la dicotomía medieval de verdad revelada y discurso humano; en contraposición con el esencialismo metafísico del sistema aristotélico que durante siglos detentó la hegemonía del pensar, la ciencia moderna es homogénea, cuantitativa, no busca saber qué es lo real, sino cómo se comporta. Hay una nueva lógica en la que la verdad revelada es sustituida por la verdad discursiva. La veracidad de la ciencia moderna no basa su congruencia en el prestigio y reconocimiento de quien la sustenta, no está ligada a la influencia de quien la enuncia, por lo tanto, no es un dictum, ni se apoya en el principio de autoridad como lo hace la ciencia medieval. De modo que el discurso científico moderno tiene como verdad el método, no la potestad.

De esta manera, tanto Descartes (1981) como Hume (1994) coinciden al proponer que un conocimiento será verdadero sólo si resulta de un método, es decir, si sus enunciados pueden ser controlables independientemente del sujeto individual que los formule. Lo que hace científico al conocimiento es que se disponga de un conjunto de reglas que dé cuenta de un determinado resultado. El conocimiento es des-jerarquizado, consiste más bien en un proceder metódico en donde lo razonable no es lo verdadero, sino lo que puede justificar su proceder. Hay una nueva subjetividad que está al margen de los valores medievales que para el acceso a la verdad revelada exigían determinadas cualidades (alta espiritualidad, vida moral ejemplar, etc.).

En contrapartida, la ciencia moderna universaliza el saber y delinea con toda contundencia la separación de sujeto y objeto en la explicación cognoscitiva. La metafísica aristotélico-tomista, que entretejió el sentido de realidad y orientó el conocimiento, es reemplazada por un nuevo paradigma: la disciplina prototípica es ahora la física. Arribamos así a un modelo de ciencia que se va a extender a todos los ámbitos de la vida. La realidad consiste en un conjunto de fenómenos explicados con las leyes del movimiento. En esta época la razón científica es mecanicista, fortalecida por los nuevos desarrollos de la matemática abandona el esencialismo metafísico de la formación precedente.

En virtud de este dispositivo de objetivación de la realidad, la representación del hombre como ser desarrollado en el devenir progresivo de la sociedad consiste en la certeza de que cualquier individuo puede representar el arquetipo Hombre, independientemente de sus circunstancias particulares. El descubrimiento de una dimensión homogénea de la realidad hace que, de modo similar, se postule la idea de que la naturaleza humana es universal. Con el desencantamiento del mundo, los filósofos ilustrados dicen que la ciencia no sólo es el único camino seguro al conocimiento, sino que, en virtud de esta potencialidad de acceso a la verdad que se le ha atribuido al saber científico, el camino de emancipación que le permite al hombre constituirse como tal se encuentra también ahí.

Modernidad tardía

Pero la época moderna no sólo se definió por el éxito obtenido en el plano de la razón instrumental, o por el creciente dominio de la naturaleza merced al auge de la ciencia y la técnica; paralelamente a esas destrezas, fue surgiendo el sujeto humano como creación, como iniciativa existencial de una subjetividad que abre el horizonte de comprensión de la historia, cuyo momento de maduración se da en la segunda etapa de la modernidad, misma que definimos aquí como modernidad tardía y que trascurre durante el siglo XIX. De acuerdo con Eduardo Álvarez (2007), su perfil puede describirse así:

[…] la modernidad ha de entenderse como una forma de la cultura occidental que elabora un nuevo modelo de comprensión del ser humano: el modelo del sujeto. Su principio filosófico de fondo, según lo enunció Hegel, es «el pensamiento libre que parte de sí mismo»: la autonomía del pensamiento como actividad de un sujeto que no está dispuesto a aceptar otro criterio de verdad y otra norma de validez distintos de los que emanan del poder soberano de su conciencia. De acuerdo con esa idea, la experiencia es una relación sujeto-objeto en la que la filosofía moderna ha distinguido por cierto —repitiendo los términos empleados por Habermas— dos formas fundamentales: por un lado, la que corresponde al sujeto cognoscente (experiencia cognitiva) y da lugar a la filosofía de la reflexión, que privilegia el conocimiento conforme al modelo de la autoconciencia; y, por otro, la que corresponde al sujeto agente (experiencia práctico-técnica) y origina la filosofía de la praxis en sentido amplio, que privilegia la acción que se refiere a los otros y al mundo en general conforme al modelo de la exteriorización. En ambos casos se presupone la actividad del sujeto como un principio originario que opera sobre la realidad para apropiársela o bien para recrearla (pp. 9-10).

A lo largo del estudio que hemos hecho de su proceso formativo, por lo común aceptamos que la filosofía moderna tiene características distintas, pero a fin de cuentas le atribuimos, a su vez, una orientación similar y complementaria. No obstante, en el despliegue de la subjetividad que le distingue, también hay cabida para la autocrítica que, más allá de los logros visibles, advierte en la modernidad un lado sombrío, un fondo de barbarie marcado por el afán de dominio que anima el aliento ilustrado.

Pero vayamos paso a paso. Por principio de cuentas, la modernidad tardía opone a la visión optimista del pensamiento ilustrado una postura pesimista que hace énfasis en los efectos negativos del desarrollo de la razón y pone en la mira el desenlace de la Revolución Francesa, el terror, las formas de explotación y el nuevo esclavismo, que son las joyas que coronan una sociedad inundada por igual de oro y codicia. El pensamiento filosófico no puede cerrar los ojos ante la violencia y el sobresalto que permean la vida social en un momento de la historia en el cual, irónicamente, se promueven la libertad, la igualdad y la fraternidad, y se enarbolan los ideales de una causa aparentemente justa. En el plano teórico se da un viraje de perspectiva, pues a contracorriente de los sistemas filosóficos de la etapa anterior, en el espíritu que expone la obra de Kant (2013), la filosofía se muestra como función crítica, no como saber fundante de los principios, valores y categorías que sistematizan su discurso.

Con Kant, la filosofía modifica su quehacer, deja el trabajo de fundamentación y se puntualiza a sí misma como función crítica respecto al conocimiento y la ciencia especializada, y también como valoración del desarrollo de la razón en lo social. Surge entonces un nuevo humanismo que explica al hombre aludiendo a su especificidad como un ente que, por ser natural y racional —esto es, biológico y cultural—, tiene una posición ontológica que, al tiempo que ata su corporeidad a las leyes del acaecer natural, a la vez le coloca en una condición específica de autonomía, como un ser que puede iniciar desde sí mismo una nueva causalidad y pensar la vida como fin, como sentido que cristaliza en el tiempo. En la modernidad tardía se abre un nuevo horizonte de comprensión de la realidad humana, el cual tiene en la historia el escenario de su realización y donde la racionalidad se concibe no sólo con un carácter optimista y edificante, sino a partir de la negatividad que va dando curso a la vida social. Siguiendo los planteamientos de Theodor Adorno (1983), con el sistema kantiano hemos llegado a la autorreflexión, concepto que se esboza en los términos siguientes:

La teoría del conocimiento debe ser la teoría de aquel principio unificador y activo, en el que se separan y unen de nuevo sujeto y objeto, yo y no yo. Por eso tal teoría del conocimiento no tiene la pretensión de pronunciarse simplemente sobre la validez de los juicios científicos aislados, sino que pretende ser la doctrina del absoluto, precisamente porque todo lo asume y porque es la identidad absoluta, fuera de la cual no puede haber nada. Esto ya en Kant de modo intencional y al menos negativo, puesto que la razón se critica a sí misma y, por tanto, reflexiona sobre sí. Esta autorreflexión de la razón está ya en el método de la Crítica de la razón pura… (p. 67).

Si se acepta que la razón moderna clásica es mecanicista y determinista, en algún sentido es también ahistórica, ya que las leyes naturales formuladas por Newton (1997) son concebidas como algo constante que se verifica en un espacio y tiempo absolutos. Empero, la modernidad tardía supera semejante reduccionismo. El idealismo alemán trasciende el mecanicismo ilustrado y lleva a cabo la crítica de la razón frente a sí misma, y lo hace al discernir que, frente a la realidad natural, que es cuantitativa, existe una realidad humana irreductible a las leyes naturales. El idealismo alemán ensambló una pieza más en la trama que muestra la naturaleza del sujeto, al postular que el hombre debe ser comprendido como un ser histórico, como un individuo concreto que no tiene certeza universal alguna; por el contrario, en el devenir de su existencia todas las convicciones que compendia las va creando a cada paso, a cada momento de su vida. En el análisis introspectivo de este yo que ha declarado la muerte de los dioses y el desencantamiento del mundo, el sujeto no tiene una naturaleza dada de antemano, sino que se va formando a partir de la negatividad. La historia no se rige más por la máxima del progreso, lo que la conduce es la metamorfosis, la negatividad y la destrucción. El principio de mutación que anima su decurso es problemático, aquí la transformación no necesariamente es progreso, por tanto, el rastro de una mejora continua se ha diluido. La prosperidad e impulso ascendente no son más las tendencias que otrora llenaron de optimismo a los hombres. En el transcurrir de la historia nada está resuelto o concluido, pero tampoco inacabado o incompleto, en esta esfera el ser esencialmente es tendencia, devenir. De igual modo, si aceptamos que la autoconciencia o razón es histórica, cabe advertir que es dialéctica, contradictoria, en transformación permanente; esto significa que el sujeto es de suyo negatividad y dinamismo. Pero la negatividad no sólo está referida a la historia, es asimismo una cualidad de la conciencia que ya el filósofo de Königsberg expuso en la Crítica de la razón pura, concretamente en el juicio sintético, en el cual se da una relación peculiar entre sujeto y objeto.

En efecto, como sabemos, la función del entendimiento es llevar a cabo la mediación de la multiplicidad del material que se da en la intuición sensible, para luego elevarlo a la universalidad de las categorías. Aquí la negatividad no es otra cosa que el sujeto. El yo pienso que, al acompañar a cada una de las representaciones, es la condición de posibilidad de la síntesis de todas ellas; por ende, es la unidad trascendental de la conciencia que piensa dicha diversidad. Vemos de esta manera el proceso de subjetivación del objeto, ya que éste es una representación en el sujeto tal como él lo intuye y conceptualiza; el idealismo trascendental kantiano es justamente este momento en el que el yo se mueve en el elemento abstracto del pensamiento y desde ahí configura el mapa cognitivo de la experiencia. El momento siguiente consistió en mostrar el despliegue ontológico de la conciencia en el mundo y no sólo su constitución cognoscitiva. A estas alturas de su desarrollo, el idealismo alemán propuso el abandono de la identidad abstracta del pensamiento, ya que el idealismo objetivo tuvo que atravesar por la fase de la no identidad y superarla, para después proyectar los perfiles de un conocimiento categórico de cara a las posibilidades de pensar la identidad absoluta. No obstante, antes de ese resultado la razón filosófica tuvo que problematizar el No-Yo y abrir la puerta de la historia, que es la puerta a la intersubjetividad.

Al presentar su posición, Fichte (1975) considera en principio que la filosofía anterior —esto es, la de los sistemas filosóficos de la modernidad clásica—, había caído en la ilusión de fundamentar a la ciencia, convirtiendo a ésta en el único modelo de racionalidad. Con tal orientación, la filosofía se hizo cómplice de la cosificación de la realidad humana y, al sobrepotenciar a la ciencia natural, hizo que la propia vida humana fuese vista como un fenómeno natural y el hombre como un objeto más de la física. Frente a esto, la filosofía tendría que desarrollar una ciencia acorde a la condición humana. Esa es justamente la intención de Fichte en la Doctrina de la ciencia, en donde afirma que el Yo es la forma absoluta de la reflexión, el fundamento y raíz de todo saber. De manera que, si todo conocimiento se sigue de esta raíz profunda que es el espíritu, el yo absoluto o la autoconciencia, de lo que se trata entonces es de desarrollar no la racionalidad mecanicista de la naturaleza, sino una racionalidad de lo humano. En la apreciación de Fichte, el conocimiento del hombre se separa del conocimiento de la naturaleza por una radical distinción ontológica; el hombre no está en la naturaleza, sino que, como individuo, reconoce en él la naturaleza. Un nuevo humanismo se perfila aquí, caracterizado por asumir una postura anti-iluminista. El pensamiento de Fichte penetró a gran profundidad los alcances y facultades de la potencia activa del yo y, desde ahí, propuso efectuar la deducción lógico-ontológica de la realidad en el actuar de una subjetividad que trasciende los objetos de la experiencia, a la vez que posibilita dicha experiencia.

La modernidad tardía es el periodo en que se formula a cabalidad el perfil que define lo humano, el individuo, el sujeto plenamente constituido. Según Touraine (1994) el despliegue semántico de este concepto empieza aquí su larga travesía:

El individuo no es más que la unidad particular donde se mezclan la vida y el pensamiento, la experiencia y la conciencia. El sujeto significa el paso del ello al yo, significa el control ejercido sobre la vivencia para que haya un sentido personal, para que el individuo se transforme en actor que se inserta en relaciones sociales a las que transforma, pero sin identificarse nunca completamente con algún grupo, con alguna colectividad. Pues el actor no es aquel que obra con arreglo al lugar que ocupa en la organización social, sino aquel que modifica el ambiente material y sobre todo social en el cual está colocado al transformar la división del trabajo, los criterios de decisión, las relaciones de dominación o las orientaciones culturales (pp. 207-208).

Al interior de la constelación conceptual del idealismo alemán, cuando Hegel (1988) considera la negatividad en el plano de la inmanencia del ser, efectúa una resignificación del problema del Absoluto y lo hace no a partir de una identidad petrificada, positiva, indiferenciada e inmediata, sino en el tejido de una relación sujeto-objeto que es identidad en movimiento constante, que debe comprenderse como diferenciación, mediación y negatividad. Se trata del Yo que ha devenido en Nosotros como unidad de la diversidad en la trama de los instantes vividos. Una nueva categoría y un nuevo panorama de comprensión asoman en la filosofía idealista forjada por Hegel al introducir el tema de la superación cabal de la dualidad sujeto-objeto como consecuencia de una experimentación de instantes en función de las implicaciones que trae consigo un nuevo emplazamiento: la vida. De hecho, la certeza de que la realidad de la conciencia no puede situarse más allá del tiempo es el supuesto de que su ser es su vivencia, no su aislamiento. Este giro introspectivo permite abandonar el dualismo y el retraimiento del sujeto en su idealidad abstracta; ahora se ha volcado hacia el mundo, su realidad no se limita a aquello que se estructura en los límites de la individualidad, sino que la autoconciencia es tiempo en tanto que ha devenido en aquello que ella es a partir de su propia potencialidad. Si la condición ontológica del hombre es distinta a la de cualquier otro ser, esto se debe a su actividad práctica. La experiencia de lo real tiene entonces dos momentos: uno alude a la naturaleza cíclica regida por la cronología; el otro se vincula con el mundo del espíritu, que es esencialmente temporalidad. Este último es el mundo de la realidad humana, mismo que se define por ser una racionalidad real, vivida, que se va formando históricamente. En la existencia del género humano la naturaleza se hace historia. En consecuencia, la razón humana tiene también una determinación histórica.

Los elementos de esta realidad devenida —de esta fusión de sujeto y objeto— los encontramos en el despliegue formativo de la conciencia, cuyas etapas, como sugiere Ernst Bloch (1983) encuentran sus puntos de fuga y retorno en esa fascinante obra de Hegel que es la Fenomenología del espíritu.

Tres motivos de procedencia social e ideológica vienen a confluir en la Fenomenología (publicada en 1807). El primero es el motivo del yo revolucionario, tomado de la Revolución francesa, que se erige en medida de todas las cosas. El segundo, el motivo de la soberana creación matemática del contenido del conocimiento; desde Galileo, Hobbes y Descartes hasta Kant, este motivo fue el orgullo de una cientificidad rigurosa y metodológicamente pura. Por último —en contraposición a los dos anteriores—, el motivo de la incipiente escuela histórica (p. 60).

La filosofía hegeliana supera la escisión entre sujeto y objeto una vez que ha asimilado tal cesura como una fase en el desarrollo de la conciencia, como un momento formativo necesario que permitió profundizar en la investigación sobre el mundo natural y, al mismo tiempo, dio pie a la maduración de la conciencia al plantear la búsqueda de la verdad en el mundo, conceptualizado éste como un No-Yo. Sin embargo, para Hegel resulta insostenible tal división, ya que concepto y mundo se funden en una misma realidad a la que llama sujeto, autoconciencia y espíritu. Hegel rechaza las posturas que toman el absoluto como si fuese una realidad en sí incognoscible, un punto de partida incuestionable o una totalidad captada por intuición. El planteamiento hegeliano es una espiral que conserva los momentos formativos anteriores, pero los supera al delinear las fases en la formación del concepto, desde la alteridad hasta la autoconciencia. Siguiendo nuevamente los planteamientos de Bloch (1983) la verdad de un pensamiento, de una teoría o de la ciencia toda es de índole supraindividual:

Hegel, en la Fenomenología, se mantiene constantemente fiel al punto de partida del sujeto: es la conciencia individual, la conciencia histórica de la humanidad y el espíritu del mundo, al mismo tiempo. Se desarrolla como tal en contacto con los objetos, los hace suyos, se enajena y se rectifica en ellos, y en ellos se manifiesta y revela en proceso de crecimiento. Por donde, al final, el sujeto ya no se comporta ante lo objetivo como ante algo extraño a él (p. 61).

La travesía de la conciencia ha llegado al muelle del tiempo presente, mas en el hallazgo de su identidad colectiva no queda espacio para el aislamiento, la vida de la conciencia ha de volcarse sobre la materialidad donde se encuentran las condiciones de realización que, al ser intersubjetivas, son asimismo intercausales.

Después de la vasta influencia de Hegel en la cultura filosófica alemana, se suscita una reacción en su contra desde diferentes flancos, algunos con más encono que otros. Este momento de la segunda mitad del siglo XIX está atravesado por corrientes de pensamiento que asumen el fin de los sistemas metafísicos y encauzan la investigación desde criterios científicos que emergen del seno de sociedades convulsionadas por una naciente estructura económica que en definitiva dejó atrás el mundo bucólico y se apresta a vivir la conflictividad de las metrópolis. Las transformaciones de lo real van en escalada. Ahora se sugiere que es la realidad concreta —no el espíritu absoluto— la dimensión que convoca a situar los puntos de inflexión para toda elaboración teórica o concepción de la praxis. La negatividad y el autodesenvolvimiento de la subjetividad se colocan sobre otras bases, una de ellas está, precisamente, en el marxismo, que afirma la característica productiva del ser humano, el sujeto creador, el homo faber. Según esta apreciación, el hombre no se adapta al medio, sino que adapta el medio a sí mismo. En la subversión que el planteamiento de Marx (1984) esboza en relación con el pensamiento idealista, el hombre, como ser genérico, se autoproduce a partir de su propia actividad, transforma la naturaleza transformándose a sí mismo. El concepto de sujeto ha soltado, a la sazón, el cordel entero de su carrete; el mundo que explica la subjetividad viene a quedar cimentado en la base explicativa de la conducta humana que se rige por la conciencia generada en el intercambio con la naturaleza que permite el trabajo productivo. De hecho, todo lo que el ser humano ha logrado a través del tiempo en el despliegue de su actividad práctica —que es en esencia transformadora— explica el desenvolvimiento del sujeto como el actor que vino a ocupar el centro de la escena política, precisamente por la invocación a la libertad y por el impulso de la racionalidad concebido para el florecimiento de la vida propia. En este sentido, Plamenatz (1986) acopia las líneas configuradoras del sujeto que ha llegado al puerto de la certidumbre acerca de su propia realidad y define al ser humano del siguiente modo:

El hombre es su propio instrumento, y por esta razón es también su propio fin. En virtud de que sabe que tiene habilidades y las usa deliberadamente, el hombre tiene control de sí mismo, es su propio amo. No sólo usa sus habilidades sino que también deliberadamente las adquiere, se hace a sí mismo la clase de persona que necesita ser para alcanzar lo que quiere alcanzar. En virtud de que es un productor de cosas en un sentido en que no lo son otros animales, es también un hacedor de sí mismo, como no lo son otros animales (p. 104).

Marx puede enunciar la materialidad de una actividad transformadora y creadora de condiciones nuevas, porque los pensadores idealistas de la filosofía clásica alemana habían hecho de la autoconciencia la piedra de toque de sus sistemas, pero Marx formula un deslinde radical respecto a las conclusiones de los sistemas idealistas. En el contexto en el que vive Marx, la biología como ciencia emergente va a situar las cosas dentro de un parámetro de explicación inédito, que da cuenta del desenvolvimiento de la vida como categoría medular tanto en la naturaleza como en la sociedad. A la exposición sistemática de Darwin (1981) que encontramos en El origen de las especies por la selección natural, le siguió la aceptación de la evolución como un hecho, tanto al interior de la comunidad científica como en gran parte de lo que hoy denominamos opinión pública. Una exposición complementaria a la emprendida por Darwin la encontramos en el texto de Engels (1977) sobre El origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado. Con la nueva perspectiva sobre la naturaleza y la sociedad, la definición de lo humano y la subjetividad que le ha permitido hacer el relato de su propia historia, también tuvieron un giro importante. De esta manera, lo primero que hay que afirmar es la existencia de seres humanos reales que desarrollan las facultades de su espiritualidad gracias a la plasticidad de su condición corpórea, misma que resulta extraordinariamente expresiva y única en un plano individual, pero que, como agentes de esta expresividad, los individuos han sido formados en una gran red de implicaciones sociales de la cual son también sus creadores. “El sujeto es la voluntad de un individuo de obrar y de ser reconocido como actor” (Touraine, 1994, p. 207).

De acuerdo con esta exposición, la filosofía moderna es el pasado y el presente de la categoría de sujeto; lo es a lo largo de sus textos clásicos en los que ha planteado y resuelto su inicial confrontación y posterior síntesis con el objeto en los más sinuosos bordes del pensamiento. Desde la ontología a la gnoseología, de la lógica a la epistemología, de la moral, al arte, de la política a la cultura, de la naturaleza a la sociedad en sus detalles y en sus conceptos más generales. La posibilidad de hacerlo en todos estos frentes se lo da el experimentado auriga, la forma trashumante encarnada en cada individuo, que en diversos ámbitos obra según su voluntad, y que abiertamente se autodefine como sujeto, como un ser formado en la práctica tanto como en la reflexión, que es además depositario de los talentos forjados por las diversas civilizaciones en su desenvolvimiento histórico, lo cual ha mostrado en el recuento de sus fases formativas en la gran prosa del mundo.

Pero no todo es ganancia, al finalizar el siglo XIX el lenguaje crítico de la filosofía reconoce los costos que hay que pagar por los efectos de los procesos civilizatorios. En la modernidad tardía la filosofía abre una nueva faceta, más cercana a la condición humana en su devenir cotidiano, una dimensión apenas explorada que coincide con el inicio de las crisis sociales del capitalismo. Después de dominar la naturaleza, la ciencia se ha abocado a dominar al hombre. El nuevo humanismo de la modernidad tardía empieza a ver el lado oscuro de la racionalización que se muestra intolerante y represiva frente a todo aquello que se resiste al “triunfo de la razón”, a la productividad, al orden y al progreso. En efecto, el trabajo ha sufrido una radical transformación: no es más la actividad creativa que permitiría el crecimiento personal, sino un instrumento de producción altamente rentable que a su vez se ha convertido en mercancía. En el diagnóstico crítico de esta postura reflexiva, hemos llegado a una sociedad de consumo indiferente a los deterioros que produce el progreso, tanto en la naturaleza como en la sociedad.

El sujeto y las transformaciones de lo real

Existe una vieja ilusión que se llama bien y mal. La rueda de esa ilusión ha girado, hasta hoy, alrededor de adivinos y astrólogos.

En otro tiempo se creía en adivinos y astrólogos: por eso se creía que todo era fatalidad: «¡Tú debes, puesto que no puedes evitarlo!»

Pero luego se desconfió de astrólogos y adivinos, y entonces se creyó que todo era libertad: «¡Tú puedes, puesto que quieres!»

¡Oh, hermanos! Acerca de lo que son las estrellas y el futuro sólo ha habido hasta ahora ilusiones, ¡pero no saber! Y por ello sobre el bien y el mal no ha habido sino ilusiones, ¡pero no saber! (Nietzsche, 1983, p. 247).

La filosofía en el siglo XX inicia con una situación traumática. Todas las corrientes y escuelas que llegan fortalecidas o tambaleantes al cambio de siglo se enfrentan con una situación límite: la crisis de la metafísica y las posibilidades reflexivas que tiene la filosofía frente al poder descriptivo de la ciencia. En este escenario, la categoría de sujeto va a recibir una gavilla de interpretaciones, modificaciones y críticas a su definición y estructura conceptual, a su estatus histórico-filosófico. Hay una crisis de los sistemas, por ello la filosofía se ha hecho incidental, contextual. En la medida en que la filosofía deja atrás a la metafísica, no puede seguir haciendo sistemas. En el siglo XX hay dos grandes vertientes que pueden identificarse por la postura que guardan respecto a la filosofía y su herencia: la primera de ellas propone replantear el conjunto de los problemas filosóficos; la segunda se dedica a desmantelar todos sus problemas. Dependiendo de la dirección que se elija, el pensamiento filosófico se ubica en dos contextos: el giro antimetafísico en la primera mitad del siglo XX y el giro lingüístico en la segunda mitad. En este escenario no hay Filosofía sino proyectos filosóficos, su trayectoria de investigación no es unívoca.

El giro antimetafísico es una tendencia generalizada en la cual, desde posiciones distintas, toda la filosofía del siglo XX se declara contraria al sistema filosófico elaborado en la forja del idealismo alemán. Pero cabe indicar que esto no necesariamente significa que se renuncie a la perspectiva de totalidad en la reflexión. Otro rasgo importante es la gran diversidad de corrientes de pensamiento y de investigación que aquí confluyen y la inconmensurabilidad que guardan las diferentes posiciones y lenguajes filosóficos entre sí. Para los fenomenólogos, el neopositivismo es una administración lógica estructural de la ciencia, con lo cual se implanta un nuevo absoluto en la lógica y la investigación recae en una postura metafísica. Para los neopositivistas, la fenomenología pretende en el fondo reivindicar la metafísica al retomar la subjetividad trascendental y buscar acceder a las esencias. Por su parte, para el marxismo, lo antimetafísico es la praxis, instancia donde se comprueba el alcance y las consecuencias de una teoría. El positivismo, el marxismo y la fenomenología están entre las corrientes de pensamiento más destacadas, como protagonistas del giro antimetafísico propio de la segunda mitad del siglo XIX, que se extiende hasta las primeras décadas del XX. Movimiento que en principio cuestiona la propuesta del sujeto como una entidad absoluta.

Así como hizo Marx al reorientar la investigación sobre la realidad humana de cara a los tiempos de una racionalidad científica, Husserl (1984), por su parte, considera que la filosofía ha llegado a un callejón sin salida: no puede seguir siendo metafísica en el sentido de elaborar un sistema del absoluto; pero, por otra parte, los rasgos propios del cientificismo no constituyen una mejor alternativa. El cientificismo concibe el conocimiento como el desarrollo de la ciencia a partir de explicaciones causales y expresables cuantitativamente. Frente a ello, la postura fenomenológica propone que la filosofía no debe impulsar la ciencia, sino contrarrestar la absolutización en que ha caído. Lo que se requiere es desarrollar una nueva discursividad que permita comprender que la filosofía debe ocuparse de discernir cómo se abre el mundo al hombre. La filosofía contemporánea se propone replantear el problema de lo real, sustituir lo metafísico por lo ontológico, intentar desde la inmanencia un nuevo monismo que supere de una vez la serie de propuestas dualistas que han polarizado, en los términos de sujeto y objeto, la comprensión del problema más urgente para el género humano: el problema del sentido y de la falta de sentido de su existencia. Esta reflexión no puede hacerse más desde un entramado conceptual que siempre prepara la fuga hacia la trascendencia de lo absoluto; por el contrario, al volver a las cosas mismas, el pensamiento se sumerge en la inmanencia del mundo de la vida como totalidad. La fenomenología recupera los problemas filosóficos planteándolos desde una perspectiva inmanente. Aquí tratamos con la postura que recupera la tradición filosófica y propone una resignificación de conceptos y categorías, pero con un emplazamiento distinto; esta dirección es la que inaugura la fenomenología.

En efecto, para Husserl la filosofía es ontología, es decir, comprensión de lo real, a diferencia de la propuesta que se pronuncia por desmantelar los problemas de la filosofía reduciéndolos a una cuestión de lenguaje —lo cual representa para los fenomenólogos el final de la filosofía—; en manos de Husserl, la filosofía es reorientada y asume una posición firme, que evalúa el momento histórico en el que se inscribe. Mientras que la ciencia proporciona conocimiento, la filosofía no; la filosofía es estrictamente reflexiva, y esta característica es la que lleva a hacer una distinción entre las tareas propias de cada una de las disciplinas teóricas: una actividad es pensar y otra labor es conocer. El trabajo de la filosofía es pensar el problema de lo real. No se trata ahora de preguntarse qué es el mundo o el hombre, qué son el sujeto y el objeto; con tal interrogante estamos suponiendo que esto o aquello es algo, una cosa. La pregunta ¿qué es la realidad? supone la respuesta siguiente: la realidad es... tal cosa. Para Husserl este es un preguntar erróneo. Para él, el problema de lo real o del hombre o del mundo no puede ser tomado como una cosa. Para el fundador de la fenomenología, en la filosofía la cuestión no radica en definir lo que son el sujeto y el objeto, sino en reflexionar cómo se abre el mundo al hombre. El mundo de la vida es concebido como un acaecer múltiple, todo lo contrario a lo que la metafísica tradicionalmente ha hecho al convertir el problema de lo real en la pregunta acerca de un ente, lo cual es un error. Al pensar lo real no hay que convertir esto en una pregunta sobre una cosa, una sustancia o un ente. El mundo y el hombre no existen en cuanto tales; lo que existe, lo real, es el acaecer. El acaecer consiste en que el mundo se presenta al hombre, hombre y mundo son elementos del acaecer. El mundo es entonces el acaecer temporal. Esto puede parecer nuevo porque estamos acostumbrados a concebir la realidad como si se tratara de combinaciones entre entes o cosas en el trasfondo o desenlace del mundo. Husserl pretende una transformación de la filosofía que recupere sus problemas básicos, pero situándolos más allá de la metafísica, es decir, evitando la postulación de absolutos o esquemas dualistas. Un rasgo de las concepciones metafísicas es su dualismo, ya que plantean una relación bipolar, dicotómica, en la que una parte es el elemento fundante (sujeto) y la otra parte se concibe como dimensión fundada (objeto). En la propuesta fenomenológica, la filosofía es perspectiva humana, participa del destino del hombre, por lo tanto, es inmanente, no trascendente como la religión, ni de hechos como la ciencia. El quehacer de la filosofía se inscribe en el mundo de la vida, por lo que debe dejar de administrar los absolutos y abrazar lo terrenal dejando de lado la metafísica.

En contrapartida, a partir de la segunda mitad del siglo XX surge una tendencia distinta, otra dirección igualmente protagónica, que se definió como giro lingüístico y que consiste en un claro pronunciamiento favorable al deconstructivismo de los problemas filosóficos y su espaciada tradición. La inclinación que caracteriza este emplazamiento es que considera que el problema de lo real, del sujeto y el objeto, es un falso problema, ya que deriva de un uso inadecuado del lenguaje. Lo conducente, entonces, es desmantelar el problema de lo real y mostrar que la metafísica es sólo un síntoma de la situación que ocupa el hombre en cada caso. La metafísica no da verdades y, sin embargo, se ha mantenido en la discusión teórica a través de los siglos, Wittgenstein (1997) observa esta travesía y formula una pregunta que responde en los términos siguientes:

¿Por qué es la filosofía tan complicada? Después de todo, debería ser enteramente simple. La filosofía desenreda los nudos de nuestro pensar, los cuales hemos de un modo absurdo generado; pero para lograr eso, la filosofía debe hacer movimientos que son tan complicados como los nudos. Por ello, aunque el resultado de la filosofía es simple, su método para llegar a él no puede serlo.

La complejidad de la filosofía no reside en su temática, sino en nuestro enredado entendimiento (p. 42).

Para Wittgenstein (1975) la tarea de la filosofía consiste en emprender el análisis lógico de todos los lenguajes. Consecuentemente, la filosofía no es conocimiento, es, antes bien, una actividad cuya función radica en examinar en qué condiciones lógicas un enunciado tiene o no sentido. Los problemas a los que se enfrenta la teoría son vistos a partir del lenguaje. Así, en el lenguaje se ventilarán los problemas de la filosofía, puesto que todos ellos son, en realidad, cuestiones que en el fondo remiten al lenguaje. Para Wittgenstein los límites del mundo son los límites del lenguaje que pretende acceder a él. El problema del ser sólo es posible plantearlo al interior del lenguaje. En una perspectiva que se ha definido como neopositivismo —que pretendía seguir la línea del autor del Tractatus—, de lo que se trata es de fundamentar el conocimiento sobre bases rigurosamente empíricas por medio de un lenguaje unificado. En la línea del verificacionismo típico de esta directriz, una proposición es significativa si puede justificarse empírica o formalmente. Hay en esta posición de discurso un abierto rechazo a la metafísica por considerarla un conjunto de proposiciones sin sentido; la propuesta alternativa consiste, en cambio, en la utilización de técnicas de análisis procedentes de la lógica matemática.

En el siglo XX, afloran las nuevas lógicas que no son aristotélicas, ya que no están fundadas en el razonamiento, sino en la ciencia matemática. Las definiciones monolíticas de sujeto y objeto no tienen ya cabida. El lenguaje, al igual que la matemática, es un conjunto de signos que se articulan mediante ciertas reglas. Pero esto no es totalmente nuevo, en el siglo XVII Leibniz (1992) concibe un arte combinatoria en donde formula una lógica matemática, sosteniendo que a las palabras se les puede aplicar el mismo esquema que a los números; no se trata del esquema del razonamiento, sino del esquema de las proposiciones. La aserción consiste entonces en aceptar que un enunciado es igual a una proposición matemática; por ello, Leibniz nos exhorta a que pensemos los enunciados como relaciones entre cantidades, de manera que podamos obtener un alfabeto del pensamiento humano que, mediante permutaciones y combinaciones se pueda adquirir cualquier palabra y, a partir de conceptos simples y fundamentales llegar a todas las verdades derivadas de esas relaciones. Siguiendo la misma trayectoria abierta por Leibniz, otro factor que propicia esta transformación en el pensamiento contemporáneo es el desarrollo de la lógica simbólica, que persigue una sintaxis universal, un lenguaje unificado. Todos los enunciados científicos podrían ser entendidos y traducidos a partir de esta sintaxis lógica universal. El lenguaje deja de ser un instrumento del pensamiento, deja de ser un medio, para ocupar ahora la posición central: el pensamiento es lingüístico.

Según este planteamiento el propio proceso de elaboración de una idea es ya lingüístico. De manera que el lenguaje es la condición de inteligibilidad de lo real. Los gestos y actitudes son lenguaje; incluso el código genético es una estructura que se lee e interpreta como una dimensión lingüística. Entonces, el lenguaje no es un mero epifenómeno, sino un horizonte de significación tan amplio que consta de múltiples aristas, una de ellas, la que más importa a esta orientación analítica es la del conocimiento, para la cual un enunciado es cognitivamente significativo sólo si posee un método de verificación empírica, o si es analítico. Únicamente los enunciados de la ciencia empírica cumplen con el primer requisito, y sólo los enunciados de la lógica y las matemáticas cumplen con el segundo. Los enunciados típicamente filosóficos no cumplen con ninguno de los dos requisitos, así que la filosofía, como tal, debe pasar de ser un supuesto cuerpo de proposiciones a un método de análisis lógico de los enunciados de la ciencia.

Pero si el análisis del lenguaje modificó radicalmente el significado atribuido a los conceptos de sujeto y objeto, el mundo tangible y medible, quedó asimismo difuminado en un discurso tan abstracto, que el conocimiento de lo que es, de lo real, no nos conduce al umbral de lo que debería ser. Si la filosofía requiere una clarificación puntual de sus conceptos, tal medida no podría ser del todo concluyente, Wittgenstein aceptó también que el sentido de algunas proposiciones sólo puede comprenderse a partir de los juegos de lenguaje que remiten a lo más concreto: las formas de vida que les da sustento, porque a final de cuentas el lenguaje es el espacio donde se lleva a cabo lo humano. El conocimiento objetivo de lo real tiene sus alcances, pero también sus límites, esto hace de la filosofía una forma de pensamiento fundamental para una cultura y una época de crisis. Sin duda la ciencia ha permitido acceder al conocimiento objetivo para el logro de determinados fines, pero en palabras de Einstein (1983), el sentido de la existencia anda por otra vía:

El conocimiento objetivo nos proporciona poderosos instrumentos para lograr ciertos fines, pero el objetivo último en sí y el anhelo de alcanzarlo deben venir de otra fuente. Y no creo que haga falta siquiera defender la tesis de que nuestra existencia y nuestra actividad sólo adquieren sentido por la persecución de un objetivo tal y de valores correspondientes. El conocimiento de la verdad en cuanto tal es maravilloso, pero su utilidad como guía es tan escasa que no puede demostrar siquiera la justificación y el valor de la aspiración hacia ese mismo conocimiento de la verdad. Nos enfrentamos aquí, en consecuencia, a los límites de la concepción puramente racional de nuestra existencia (pp. 230-231).

Secundando esta perspectiva de un hombre como Einstein, que vivió directamente el poder demoledor de la energía nuclear, para nosotros es claro que, en la comprensión de la problemática social y política de nuestro tiempo, ocupa un lugar central la crítica de la razón científica que señala no sólo el límite de la concepción racional respecto al devenir humano, sino el desenlace irracional del saber científico como una aberrante mezcla de conocimiento y opresión. Esto dio lugar a la expresión de desconfianzas sobre las verdaderas aportaciones del quehacer científico, pero también abrió la puerta a juicios sumarios que la hacían culpable de todos los males que la humanidad padece desde las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, en una posición libre de prejuicios, no se trataría de estar en contra de la ciencia ni de la técnica en sí mismas como si fuesen entidades autónomas; por el contrario, en los cuestionamientos a la instrumentalización de la razón lo que se pretende es, antes bien, redefinir su uso y llevar la discusión a los procesos de crítica de las propias sociedades.

Conclusiones

Más allá de los perfiles asimétricos que podemos apreciar en el debate entre la conservación y resignificación de las principales cuestiones de la filosofía clásica por un lado, y el dictamen liquidacionista por el otro —en el que, o bien se anunció el fin de todos los ideales de la cultura, o bien se propuso la reducción analítica de los enunciados para determinar aquellos que tienen o no algún sentido—, ahora nos encontramos en una etapa que se sitúa por encima del tan anunciado fin de la historia, de la muerte del arte o del juicio sumario acerca de la cancelación de la filosofía y sus problemas. Para afirmar lo anterior una señal inconfundible se manifiesta ante nuestros ojos: después del desmantelamiento de la metafísica del sujeto y de la búsqueda infructuosa de alternativas para sustituirle, la reflexión filosófica se presenta a la sazón más actual que nunca, y esto es tanto más evidente, en la medida en que las posibilidades teóricas para representarnos los fenómenos del mundo contemporáneo no han podido desprenderse del dispositivo conceptual que la filosofía ha generado y de las prerrogativas que una perspectiva de totalidad otorga. Pero la filosofía es todavía actual por otro motivo, porque no se ha realizado, porque en el aciago presente de nuestra vida los postulados para la emancipación del ser humano son aún tarea pendiente.

Las viejas dicotomías con las que se ha esquematizado la comprensión del mundo, a saber: sujeto-objeto, esencia-existencia, materia-espíritu, o más recientemente, teoría-praxis, requieren todas ellas de un tipo de razonamiento que pueda comprender la tensión y codependencia que involucra cada una de dichas polaridades. Se requiere aquí de una forma de pensamiento crítico que no se conforme con proponer el traspaso o subordinación de un término a otro y viceversa, sino que pueda plantear el salto cualitativo entrambos a la luz de una idea que comprenda la complejidad que la oposición representa en el desarrollo dialéctico de la filosofía. De manera que las contradicciones se conciban no como un mero antagonismo, sino al interior de un campo de fuerzas dinámico que se transforma y nutre las determinaciones de una constelación intersubjetiva que se expande en el marco de un determinado momento histórico.

En esta línea de análisis, el amplio espectro del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico que en las actuales sociedades se ha alcanzado, nos emplaza en los márgenes de la opulencia y la extrema pobreza, lo que evidencia los límites de una concepción puramente racional de la existencia, de manera que una vez más la ontología del presente demanda el ejercicio crítico de la razón para enhebrar los fragmentos de una vida destruida por la vorágine de la producción y el consumo desmedido, por la devastación de la naturaleza y la obliteración de la existencia individual.

La deriva de la racionalidad instrumental en dominio imperial ha hecho que la ciencia ya no sea vista como la fuente de la verdad tal como fue definida en el pensamiento moderno, ahora se trata de algo distinto: la investigación científica es esencialmente un acaecer dinámico atravesado por altas energías que han derribado las antiguas certezas y mostrado la capacidad destructiva que poseen; el viejo edificio de la ciencia que estudia la materia y los cuerpos ya no es capaz de formular las preguntas más urgentes a una experiencia posible y, por su parte, la naturaleza tampoco se ve obligada a responderlas. Pero hay además un cuestionamiento de base, la ciencia ha dejado de lado los problemas más urgentes de la humanidad, aquellos que interrogan por el sentido de la existencia en cuanto tal. Así, en la medida en que se desarrolla la crítica del conocimiento científico y sus efectos devastadores, cobra conciencia la idea de que el error que ha propiciado esta deriva civilizatoria consiste en haber entronizado al conocimiento como el plano de mayor significación cultural, marginando otras esferas de la experiencia humana.

Esto significa que el conocimiento no es ajeno a los intereses que privan en determinada época, la diferencia con la nuestra es que ahora vemos este fenómeno de imbricación entre saber y poder como un desenlace que puede rastrearse genealógicamente a lo largo de sus diferentes momentos, y logramos hacerlo desde un dispositivo micrológico que a la vez lo desenmascara, Foucault (1992). El saber=poder es la nueva ecuación que financia la investigación científica sobre el uranio, no hay más qué decir: en el monopolio sobre los reactores nucleares se cifra la investigación científica de punta en el siglo XXI. Quien puede obtener uranio y enriquecerlo, tiene en sus manos plutonio, quizá el binomio que hoy por hoy hace de ese objeto de conocimiento el más útil y peligrosos de todos. Pedro Bravo (2012) hace un interesante apunte sobre el tema:

El conocimiento no es neutral a las formaciones históricas, políticas, económicas. Reconocer las condiciones de posibilidad que desde el poder hegemónico se han organizado no implica un abandono relativista o escéptico con respecto a la ciencia, al contrario, en el reconocimiento de estos límites se hallan presentes las posibilidades de elaborar subversiones, resistencias, y alternativas epistémicas (p. 156).

La indiscutible prioridad que adquirió la teoría del conocimiento con su pareja conceptual de sujeto y objeto, hizo gravitar en torno suyo todas las expectativas y exitosos resultados obtenidos en los planos material y espiritual, relegando a un segundo término la esfera de la razón práctica y fundamentando en criterios de eficiencia y rentabilidad la vida social y política; incluso la dimensión creativa quedó absorbida por una industria que produce bienes culturales para el consumo masivo.

El extravío se convirtió ya en el signo de nuestro tiempo, y lo es porque hemos aceptado con toda naturalidad que no vamos a ninguna parte, pero, si bien ya no caben expectativas optimistas y edificantes que den cohesión al tejido de la vida cotidiana, también es cierto que eso no significa que la realidad deba asumirse como una fatalidad categórica que no se puede transformar; bastaría con recordar que la filosofía nació del asombro, no del marasmo ni del desánimo, no de la apatía ni del desfallecimiento. Si esto es así, entonces es tiempo de liberar al pensamiento independiente del continuum histórico, es tiempo de prevenirnos contra la globalización negativa y contra esa inversión de valores que ha provocado la transformación de la razón tecnológica en razón política.

La actualidad de la filosofía crítica para un tiempo de crisis como el nuestro se encontraría entonces en los intersticios de una praxis que hace suyo el sentido de la resistencia y, en su movimiento, puede tensar la dialéctica de la civilización para examinar si aún se puede revertir esa propensión de la sociedad actual que ha experimentado una singular mutación: la personificación de las cosas y la cosificación de las personas. Es éste un fenómeno que ningún crisol de la alquimia renacentista habría jamás albergado: la metamorfosis radical del sujeto en objeto y del objeto en sujeto. No se trata, obviamente, del Espíritu absoluto de Hegel, sino de una mutación concreta, la de la forma mercancía que ha cosificado la vida de los individuos. Esta crisis cultural da cuenta del desmoronamiento de la autorrepresentación de la sociedad y de la subjetividad que era su llave de acceso.

Mas, si concebimos al sujeto no como una categoría estática ni como un concepto reificado a lo largo de los siglos, sino como una red de significaciones que recibe del mundo objetivo los caracteres de la historia que le define. ¿Será posible acaso una nueva comunidad en la que se restablezca el vínculo de una convivencia sin temor? Es decir, ¿podemos albergar como algo realizable la existencia de una sociedad verdadera habitada por personas emancipadas? Para Marcuse (1981) la respuesta es afirmativa, puesto que la línea que la filosofía crítica ha marcado es la de la transformación social y la creación cultural. El objetivo filosófico de fondo es recuperar los ecos de Orfeo como la voz que no manda, pero canta, como el poder de emancipación que nos da la posibilidad de hacer, sin decir qué hacer.

Referencias

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Notas de autor

[1] Doctor en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Catedrático de Filosofía Moderna y Contemporánea. Profesor Titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Guanajuato, México, donde ha desempeñado también diferentes cargos como Rector del Campus Guanajuato. Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades. Director de la Facultad de Filosofía y Letras.

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